domingo, 14 de octubre de 2007

Caracas de mis amores (Pilar Dublé Lain)

1

Verano

“Use la pasarela” dice el letrerito, muy tieso él. Lo que no dice es que la escalera se la llevó un autobús hace tiempo y no se puede subir y menos bajar. Pasarela sin escalera, qué jodedera.

Otro, brochazos de azul en la pared: “Orine en la alcantarilla, por favor” a la salida del metro de Parque Carabobo. Una súplica. En la alcantarilla, seca por el verano, ¿hiede menos? Caracas corrompe el olfato.

A la puerta de una cancha, uno más: “El Depolte aleja la Elincuencia”. Buenas intenciones, poca escuela.

Jefatura de La Candelaria, a buscar mi partida de nacimiento. Lunes, primer día. Dan cuarenta números, y hay que llevar impreso el texto de la partida de nacimiento en papel sellado, más la coletilla del Jefe Civil que firma. Ellos no lo hacen.

Compra papel sellado oficial a una buhonera: “Lleva más, mija, para otra necesidad. Son a mil”. Imprimen en una oficina cercana. El texto de la partida vieja, la nota marginal, la coletilla... y entonces no cabe. Modifica márgenes, imprime. No quedaron calzadas las líneas del texto con las del papel. Imprime otra vez, y otra, y se fue al carajo todo el papel sellado. Compra más. “Te lo dije, mija”.

Paga en el banco. La planillita sellada es el signo de esclavitud al Fisco. ¿Qué hace esta gente con el dinero? Ni siquiera están limpias las calles.

Martes, segundo día, a las seis de la mañana en la plaza adyacente y por ocho números no llegaste a los cuarenta.

Vuelve el miércoles, tercer día, a las cinco y media. La plaza está oscura, llena de gente y aún no hiede. Empieza a apestar una hora más tarde, cuando el sol calienta los sedimentos de orina y otros productos de la ebriedad. Abren a las ocho, y son noventa minutos con la respiración cortica. Café y más café, que vende en termos rojos y blancos un señor. Aromático, caliente y dulce, amortigua la hedentina, el sueño y el fastidio. Por fin entro a las oficinas, entrego los papeles y salgo libre. Claro, mañana jueves, cuarto día, hay que regresar a buscarla, rezando para que esté bien sellada y bien firmada.

Buhoneros en doble fila, no hay por dónde pasar. “¡Compre hoy, que sube el dólar y mañana es más caro!”

Hombres que mendigan, mujeres pordioseras. Niños que ya no son futuro.

Paso de ladito frente a los kioskos, para no ver los titulares de los periódicos, que me dejan temblorosa. Estridentes, en grandes letras, colorines, procaces algunos, rugen malas noticias: la economía cae, violencia y deterioro aumentado, creciendo, sube y sube. Nos llega a la boca. Crímenes repulsivos. Una señora comenta, mirando la imagen cadavérica de un aborrecido político: “¡Ay, pobrecito ese señor... se murió y no se ha dado cuenta!”

2

Invierno

Al menos una tiene carro y casa. Aunque no haya empleo, es un consuelo saber que no te van a sacar a la calle por no pagar el alquiler. Me doy el único goce que es casi gratis, aparte de la televisión y de mirar el paisaje por la ventana: salgo a dar una vuelta y escuchar música. Ya en la autopista, diviso la obra de Soto. La que fue esfera virtual creada en naranja soberbio, es ahora un virtual despojo de hilachas descuadradas. Las bandas que roban hierro, aluminio y cobre se llevaron las láminas y dejaron los cables, que se rizan en una ausencia libre de peso. Faltan muchas piezas, idas para siempre.

Se abre la lluvia. Es como el chaparrón de estreno de la Creación recién nacida. Las gotas bailan un redoble más y más fuerte en el techo del carro. Frente al Parque del Este hay una tranca. El tráfico no fluye y me aterro pensado que puede ser un pozo que tardará horas en bajar.

En eso sucede algo absurdo: los carros de la vía contraria se empiezan a elevar, se bambolean, ¡flotan! Como si fueran lanchas. Amenazan con rebasar el muro de división. Perfiles de tonos y edades diversos se distorsionan en las ventanillas. Un vehículo cae de este lado, seguido por los demás, y el agua empieza a meterse dentro de mi carro. La riada sucia nos alcanza a todos. Muchas personas se apean, luchando por abrirse paso con el agua a la cintura, y se suben a los techos. A la gente del otro lado no le da tiempo de salir y el agua sube y sube hasta que se transforma en una fuerza viva El miedo me hace trepar al pedestal de un poste de luz, desde donde veo mi carro irse con los demás. Es un torrente con personas y vehículos que dan vueltas, se amontonan unos sobre otros, giran en un caracol de metales, vidrios que se fracturan, gritos, caos. Cada uno escapa como puede. Algunos son aplastados por los vehículos. Otros quedaron atrapados dentro.

Pasa tan rápido como se inició. Un montón de carros en posiciones disparatadas, sedimentos de la ola, destrozados muchos, la mayoría golpeados, unos sobre otros, patas arriba, de lado. Tratan de sacar a las víctimas, halándolas, subidos a los techos o las puertas. El olor de las aguas negras es intolerable. La lluvia amaina y nos dispersamos por las zonas verdes cercanas. Náufragos de la ciudad impredecible, embarrados entre abrazos y llantos.

Llegan bomberos y policías. Alguien explica que se desbordó la quebrada que pasa por debajo de la autopista. Otro dice que las aseguradoras no reconocen desastres naturales. Muertos y heridos.

Ahora tampoco tengo carro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los cuatro jinetes del apocalipsis: un político amojamado cabalgando su propio monumento orinado (de orín y de orina);
un periodista gritón, envuelto en el papel de su sensacional periódico manchado de caca;
un ciudadano meón que ahoga la ciudad bajo su chorro
un caracqueño en su carro carroza flotante en un mar de ilusiones perdidas
Fin del mundo. Telón
Bravo, caraju
Quevedo