viernes, 12 de diciembre de 2008

Padecimientos indescriptibles (Eduardo Jauralde)

Desde el aeropuerto, donde trabaja, Teresa vuelve a casa en metro. Ella prepara bandejitas de comida para los vuelos de largo recorrido. Trabajo minucioso, pero monótono, cansado. Si supiera el destino de las bandejitas... ¿Quién se comerá esta ración de ensaladilla rusa?, ¿para quién serán estas hojitas de lechuga?, se pregunta a veces. ¿Y si este vaso de plástico aterrizara en Lima o en Trujillo? La nostalgia se ha transformado en una compañera inseparable, compasiva. Al principio, la molestaba, quería separarse de ella, ser fuerte. Ahora no imagina su vida sin ese poso agridulce en el fondo de su corazón.

Durante el trayecto se adormece. Es como si viajara dentro de una burbuja impermeable, hecha de sueño, de fatiga, de dolor; insensible a todo lo que la rodea. Atenta sólo a la tensión en los músculos del cuello; a las filas de hormigas que trepan por sus piernas hasta más arriba de las rodillas hinchadas; a la nausea en la boca del estómago. El tren corre, las estaciones pasan, las luces se encienden y se apagan, los muñequitos suben y bajan, entran y salen, pero, en el fondo, nada se mueve, todo permanece igual: Teresa sabe que mañana ella volverá a estar derrumbada en este mismo asiento, viajará por estos mismos túneles. Se mira en la ventanilla, ve su perfil de ceniza flotando en la oscuridad, detrás del cristal. Mueve los labios:

¿Cuándo te jodiste, Teresita?

 

La habitación del piso compartido tiene una ventana que da a la calle: penumbra de día, parpadeo de luces amarillas durante las noches. Al entrar, Teresa agarra una botella de plástico que la espera en el suelo de baldosas, a la cabecera de la cama sin cabezal. El agua, caliente, perdió el sabor a cloro. Cuando termina de beber, se queda mirando la persiana atrancada a medio camino, que ni sube ni baja. Se saca las zapatillas deportivas, voltea la cabeza cuando le sube hasta la nariz el hedor de los pies encerrados desde por la mañana. Se tumba en la cama, un brazo por debajo de la almohada, el otro cruzado sobre la cara. Se mece, vuela, dormita en una espiral de palabras, de frases inacabadas, de pensamientos confusos: jirones que se desprenden de la nebulosa de su cerebro... me moriré en Madrid con aguacero, compatriota, con aguacero, pero antes hay que cumplimentar el impreso con mayúsculas de imprenta, de profesión maestra sin porvenir experta en bandejitas de comida aérea, hay golpes en la vida, intoxicados los pasajeros del vuelo sin retorno con destino a Lima, te jodieron Teresita, se atrancó la ventana, se atrancó el retrete, tirar de la cadena y vaciar la cisterna de los sueños... 

Vuelve en sí cuando oye el ruido de la puerta al abrirse o al cerrarse, no sabe. Su hermana Paola está parada en medio de la habitación con su chompa encarnada y sus pantalones vaqueros bien repletos de carne joven. Siente envidia al verla. Paola se acerca, se sienta a los pies de la cama y abre la mochila que ha dejado a sus pies.

─He traído pizzas y unos fantas. Las pizzas son del trabajo.

Teresa se sienta. Coge una lata y la abre. La sostiene con las dos manos entre las rodillas, como si quisiera calentarla.

─Soñé con mami ─Paola la escucha medio distraída, jugueteando con el móvil─. Soñé que se moría, le fallaba el corazón.

Paola guarda el móvil. Pellizca un trozo de pizza, habla con la boca llena.

─¿La llamaste hoy?

Teresa niega con un gesto. Se lleva la lata a los labios, bebe un trago.

─Lo que tenemos que hacer es que no se entere ─Paola mira a su hermana─ si se entera sí que se va a morir.

─Han pasado ya más de un mes ¿tú crees que no se ha enterado ya?

Paola echa un brazo sobre los hombros de su hermana y la atrae hacia sí. Le besa el pelo con sus labios grasientos de pizza, pero no le importa: Teresa tiene igualmente el pelo casposo, grasiento. Nunca fue linda, pero se cuida poco desde lo de su primo.

Sucedió durante la fiestecita del día ventiocho de julio, compatriotas, pisco y fervor patrio; música y bailes y barullo por toda la casa; Teresa se metió a su cuarto porque le estaba doliendo mucho la cabeza, esas fiestas acababan por cansarla, le parecían absurdas y deprimentes. Quiso dormir, pero sólo consiguió hundirse en un duermevela poblado de ruidos que retumbaban, la sobresaltaban. Pasada la medianoche vio entrar a su primo que era o decía que era su novio. Ella nunca había pensado que se casaría con él: bajito, nervudo, hablador, pendenciero y vanidoso. Verdad que las ayudaba con la camioneta de reparto cuando necesitaban transportar algún mueble, de vez en cuando convidaba a un refresco, un heladito. Se acercó a la cama y enseguida se sacó la polla, chúpamela, ordenó. Teresita apenas salida del sueño oyó la voz pastosa, miró los ojos ahogados por el alcohol, vio, a unos centímetros de su boca, el sexo repugnante; la paralizó el terror. Negó, sin poder hablar, temblando. Su negativa le enfureció ¡puta de mierda, carajo!

Teresita agradece la caricia de su hermana pequeña, se acurruca aún más contra ella:

─Me violó por delante y por detrás ─murmura en un susurro inaudible.

Paola se queda estupefacta, siente el temblor del cuerpo de su hermana bajo su abrazo.

─Tu siempre me dijiste que te había forzado a tener relaciones, pero eso... ¡que cabrón! Ahora pienso que no teníamos que haber retirado la denuncia. ¿A quién le tuvimos miedo? No podían hacernos nada peor.

─Acá no, pero allá. Ya lo hablamos. De repente se enojan con mami, le exigen que devuelva el préstamo... ─se separa de su hermana, deja la lata en el suelo, se incorpora y se queda parada al pie de la cama─ voy al baño ¿no tienes nada que lea?

Paola se inclina sobre la bolsa:

─Traje un diario viejo. Saca un artículo de Vargas Llosa, de tu admirado Mario ─sonríe recalcando la admiración.

Teresa recoge el periódico que le tiende su hermana y sale de la habitación. El baño está en un recodo del pasillo. Nada más cerrar la puerta siente la arcada. Le da tiempo apenas para voltearse y levantar la tapa del inodoro. Vomita como si le arrancaran las tripas. Cuando termina, se limpia la boca con papel higiénico. Luego, empapada de sudor, se sienta y despliega el periódico.

El artículo se titula “Operación jaque”. Habla de la liberación de Ingrid Betancourt. No entiende bien los vituperios de su compatriota, parece enojado con el mundo entero. Pero le gusta que compadezca a esa pobre mujer, que ensalce a quienes la sacaron del infierno. ¿La violarían también sus secuestradores? Mario habla de indescriptibles padecimientos. ¿Qué encerrará esa expresión? ¿Algo peor que el buitre que se come sus entrañas? Por televisión lucía radiante, no se le notaban nada las torturas ni los padecimientos indescriptibles. Ella sí que podría describir los suyos, la tortura que es su vida, pero ¿quién la escucharía?

Antes de salir, quiere lavarse la manos, enjugarse la boca. Alguien ha olvidado el tapón y en el lavabo a medio llenar queda un agua sucia en la que flotan dos o tres cabellos de mujer, largos. Una cucaracha chica ha caído allí también y pelea por salir. Teresa se queda observándola: cuando consigue despegarse del líquido asqueroso, trepa trabajosamente por la superficie blanca y lisa. Seguramente ignora el camino que le queda por recorrer. Al llegar a la mitad del trayecto, resbala de golpe y vuelve a caer. Permanece un instante inmóvil y enseguida sus patitas se ponen en movimiento buscando la pared de loza lisa por la que ha de trepar. 

lunes, 8 de diciembre de 2008

Luces de vidrio (Javier Luque)

Tercer premio del "II Premio Lorca de relato breve - Hegoak"

Giovanni se queda en silencio, con la mirada atrapada en la espalda desnuda de Jacobo… (enlaza al relato pinchando aquí y luego, si quieres, puedes regresar y dejar tu comentario)

martes, 23 de septiembre de 2008

Cinismo, presente (Myriam Toker)

(Las letras mayúsculas que siguen a los puntos dan respuesta a una de las incógnitas que plantea el relato. Las palabras ‘entrecomilladas’ fueron impuestas por los compañeros del taller literario 27etras. La utilización es talento de la autora).

Se nos apareció la primer semana de clases en el tercer año del Liceo de Señoritas “Fray Mamerto Esquiú”, soy su maestra de música señorita Pontorno me llamo, y en el aula se ‘descorchó’ la risa caníbal por un año entero.

Enclenque muñeca de cuerda, ‘bizqueó’ ‘soliviantada’ por el ‘arpegio’ de groserías derramado en sus oídos como bienvenida. Astillas viejas en los ojos rotos, tartajeó detrás de las gafas oscuras un intento o un ruego de orden. Tal vez era una mártir. O era tonta y perpleja.

Dueñas de unas pupilas nuevas y rabiosas, ‘leznas’ extasiadas en su cuero de vieja inerme, la hicimos exquisita víctima propiciatoria y le agujereamos lo poco que le quedaba de digno. Obligada a volver a la arena semana tras semana, anticipaba sin suerte con un tanteo de las manos trémulas el perverso juego de obstáculos que le imponíamos. Preparábamos el aula como un ‘tanatorio’ moral: su escritorio fuera de lugar, el camino de libros dejados a su paso, un precipicio de cosas acechando su espacio mal adivinado, teatro invertido de Pulgarcito.

Obituario o registro de reas, según fuera el docente verdugo o víctima, el listado le era inútil; se le acercaba como quien besara una lápida, detectándolo primero con las manos. Rezaría por el milagro de que un ‘rotulador’ de Braille le develara el relieve de nuestros nombres. Luego balbuceaba, adivinado apenas y deformado entre los labios, algún apellido. Otras veces, a fuerza de intuirlo y de sospecharlo, acertaba y lo gritaba, gozosa, con el triunfal desparramo del disparo acuático de una ‘pistola’ de carnaval.

Su incipiente calva y las tinturas ‘decantadas’ en la cabellera rala se nos ofrecían desde aquella humillada posición de lectura del registro. Gatas aburridas y seguras de la presa, dilatábamos el ridículo sin dejarle saber nuestros verdaderos apellidos. Abolidas las diferencias, por miedo o por sabiduría nos calificaba a todas con un democrático nueve, excepto a las pocas que, como a mí, nos agradeciera con un diez el gesto de habernos diferenciado con un apellido real, de ser algo reconocible y humano en medio de la masa de mortificación en la que se transformaba el curso apenas ella descerrajaba su «Guan bía alubnas» para dar por comenzado el festival del atropello.

Tal vez nos quisiera, a pesar de nuestro canibalismo, y entonces fuera cierto que besaba nuestros nombres en el registro. O acaso fuera demasiado piadosa como para reaccionar con otra cosa que con amabilidad al invariable «soy puta» escrito con tiza a la espalda de su blusón de ‘franela’ oscura.

Si la orgía a su costa se disfrutaba a pleno, a pleno se silenciaba durante el resto de la mañana, como un mal sueño que señoritas de quince años del liceo no nos permitiéramos haber tenido.

Que el recuerdo de la señorita Pontorno me persiga y me dé pena y vergüenza es una confesión que me perdonarán. Un aula, dos pizarrones verdes, ventanales interminables, pisos de granito salpimentado, son recuerdo que a menudo puebla mis pesadillas. El escritorio de madera oscura al frente, las alumnas sentadas de dos en dos, los mapas en las paredes, las buzos de gimnasia colgando en la pared del fondo, el olor pubescente, el remolino de polleras durante el recreo, todo me acecha.

Vuelve como visión o memoria, y no entiendo cómo el mismo ámbito respetable, suspendido en la luz de la mañana, cómo el sol curvando el aula hasta el mediodía, agitado sin tregua por el polvo de tiza, cómo Sarmiento satisfecho de nuestra civilización de vincha y medias tres cuartos, digno y ominoso para la posteridad como nosotras mismas bajo la lechosa paz de su mirada, cómo los guardapolvos blancos y la escuadra de madera, cada cosa y todo podía violentarse, alienarse hasta no dejar traza de reconocimiento.

Incordio que germinó a contramano en una escuela ganada a la barbarie con ahínco de prócer, una escuela impoluta, correctamente intervenida contra el terrorismo, de cuyas paredes un portero penitente limpiaba todo rastro de mención barbárica, de lucha a muerte en grafitis, Rucci traidor, TripleA sos Lopez Rega, EVITA Volveré y seré y el cepillo devorando los millones con adorable diente de alambre, devolviendo toda la limpia nada que en la noche se revestiría de todo tremendo.

Ni esta prolijidad diariamente ganada a la muerte nos impedía afilar nuestros dientes de jabalí, posesas, sin saber por qué, cómo.

Ilusa o desesperada, la señorita Pontorno nos contó un día que se había lesionado el cerebro en un accidente de auto. Entonces todo fue peor, y los detalles nos hicieron impunes en la certeza, la libertad de una confirmación: la señorita Pontorno sólo veía sombras.

Reunidas en silencio monstruoso por única vez en el año, la vimos sacarse las gafas e iniciar la gimnasia ocular que le era imprescindible para enfocar un objeto. Obturando con una mano el pájaro caído que ya no le oficiaba para ver, esperó a que su único ojo vivo se desperezara en la comba ocular con timidez, mientras ella ayudaba a los curvos intentos orientando la cabeza a un lado y a otro. Navegando en perfecto equilibrio, el ojo bueno reconoció algo. Dichosa por la hazaña, señalando sonriente, dijo en su lengua propia que González era González. El tiempo que le llevó la maniobra fue infinito. La réplica del curso, inmediata. En el mismo momento de reconocer su ternura, le clavamos el ‘tenedor’ de la risotada.

Sin saber de nuestro lobo, jugábamos en el bosque.

Pero yo pregunté, como si supiera que la culpa me perseguiría, como si quisiera saber a quién estábamos matando. A veces las presas responden preguntas. Como era de esperar, la señorita Pontorno también respondió. Ilusa o desesperada, contestó. Otra vez el juego. A salvarse el que pudiera.

Si desandar el tiempo estuviera en mis manos para evitar una de las dos atrocidades, hubiera evitado la de preguntarle. Ahora es tarde, llevo las dos incrustadas y me producen asociaciones antojadizas.

Le pregunté por qué venía a trabajar, y no era inocente, yo no era inocente. Violaba la tregua del diez con mi voz de niña de seda, mis modales impecables implacables. Al antojo de la pregunta hubiera correspondido un bofetón, un reglazo, una amonestación o un rayo que me enseñara a callar a tiempo. Respondió aquélla frase tan extraña. No puedo repetirla, es mi clave escondida. Oscurecida por la cercanía de la muerte, la frase no tomó ningún otro sentido que el de la locura. Si me hubiera dicho «vengo a trabajar porque amo a los jóvenes», «vengo a trabajar porque necesito el dinero», «vengo a trabajar porque amo a la música», «tengo cinco hijos y no puedo darme el lujo de saber qué es la palabra orgullo», no me hubiera rondado como me ronda hasta ahora, con este dolor que puede pesarse, aquél mismo dolor.

Ahora no tiene sentido ni la frase ni mi historia, ahora no nos salva ni el delirio, y nos va quedando poco aire. Tampoco esperamos que vuelva Perón. O que Evita se haga millones. De ninguna manera esperamos un ‘recambio’, ni nada. O eso creo.

Sí, volvimos a reírnos de su contestación porque entonces creíamos que estábamos llenas de aire para siempre, para reír otra vez sin puntos ni aparte, derechito sin respirar hacia el futuro en el que me asaltan palabras e imágenes incongruentes, como cadáveres tirados al río desde un ‘catamarán’.

jueves, 10 de julio de 2008

Hilda y Manolo (Pilar Dublé Lain)

El murmullo de los durmientes hace cabecear a Hilda, hasta que finalmente se recuesta sobre el hombro laxo de su esposo. Minutos más tarde, despierta de sopetón, gritando.

—¡Manolo! —sacude al esposo por los hombros—. ¡Manolo!

El marido abre los ojos, la mira legañoso y se limpia con el pulgar la baba que le escurre por una comisura.

—Hilda, ¿pero qué…?

—¿Te acuerdas de los dos turcos que nos miraban en la estación? ¡Sé que subieron al tren!

—Mi amor… no seas tonta —mira por la ventana, fingiendo preocupación. Suponiendo que sea cierto, que no lo es y lo sabes porque los vimos quedarse en el andén cuando partimos, ¿qué podrían hacernos aquí? Además, pero… ¡qué va! Eso es en Estados Unidos: allí sí, los árabes son de Al Qaeda. Nuestros turcos son laboriosos, simpáticos, tienen tiendas de muebles y electrodomésticos, o zapaterías.

—¿Y por qué nos miraban tanto?

—Te miraban, Hilda. A ti. ¡Porque eres muy linda!

—Bueno —sonríe—, está bien.

—Anda, duerme que nos faltan dos horas de viaje.

Hilda vuelve a recostarse en el hombro de Manolo, pero sus ojos no se cierran de nuevo. Van a El Tocuyo, a ver una hacienda con ánimo de comprarla.

El tren finalmente se detiene, tras deslizarse lento en los últimos metros de riel. Vicente Corao, el dueño de la propiedad, los espera en la estación; agita la mano en un saludo ciego hacia las ventanillas opacas de polvo. Con la tez curtida y un blanco bigote que sonríe bajo el sombrero pelo´eguama, el hombrón es un espectáculo. Nada de apretones de mano: un par de abrazos y un vehículo rústico enorme y amarillo reciben a Hilda y a Manolo.

El viaje es corto y al rato ya están en los terrenos del ganadero. Diez mil millones pide por la hacienda, y está barata: potreros, campos de sorgo, vías de penetración, un estero monumental lleno de garzas y ribeteado de chigüires… un emporio. Los dos hombres conversan acerca de la posible venta, mientras Hilda guarda silencio y sonríe a ratos.

Llegan a la casa grande y Vicente ofrece a Hilda la oportunidad de refrescarse en el dormitorio destinado a la pareja. Los hombres se sientan en dos butacas mientras la mujer, precedida por una criada, penetra en la umbrosa y fresca casona. Un peón las sigue con las maletas color rojo vino.

La habitación tiene una enorme cama con un cobertor a cuadros. Las cortinas están cerradas, hay oscuridad y un runrún de aire acondicionado. Cuando los empleados la dejan sola se recuesta por un momento, para despertar sobresaltada de nuevo, después de un rato largo y sin saber bien dónde se encuentra. En la mesa de noche alguien muy silencioso ha puesto un vaso de jugo de guayaba con hielo. Ávida, se lo bebe hasta el fondo, y toma luego una ducha. Se pone unos jeans y camisa blanca.

Al abrir la puerta de la habitación escucha pasos que se alejan rápidamente, pero cuando sale al pasillo lo ve vacío. El ruido la orienta hacia el otro lado, donde los hombres ríen en la sala, achispados por el whisky.

—Hilda, llegaste a tiempo. ¿Quieres un whiskicito? Anda, tómate uno y nos acompañas luego a recorrer la hacienda.

La mujer asiente. Toma dos sorbos apenas de su vaso, pues está levemente mareada desde que empezó a vestirse. Mientras bebe, nota varias miradas indiscretas de Vicente, que le recorren el cuerpo mientras Manolo recarga su propio vaso.

Manolo se sienta y la charla sobre fertilizantes y tractores se reanuda, hasta que Vicente mira el reloj y después se golpea las rodillas y se pone de pie con brío.

—Bueno, queridos, vengan conmigo que les voy a presentar a Lucy.

Lejos de lo que pensaron, Lucy no es la esposa de Vicente, sino una estupenda yegua castaña que traen unos muchachos hasta la puerta de la casona. Precede a dos caballos más claros. En sendas monturas se adentran por uno de los caminos que parten de la casa; los hombres siguen conversando cuando, de golpe, alguien que parece ser un peón cruza a toda velocidad frente a la montura de Manolo, quien casi cae del caballo. Desaparece por el otro lado del camino, y una mirada hostil envuelve a Hilda desde los matorrales. Vicente gruñe una maldición y algo más que ella no comprende, pues desde hace rato siente un zumbido en los oídos. Manolo pregunta, y recibe respuesta de Vicente, entre carcajeos que parecen forzados.

El camino deja atrás la capa de asfalto y asciende, mientras los enormes samanes y apamates ralean y son sustituidos poco a poco por abrojos. Media hora más tarde los tres jinetes coronan una loma pelada, y el sol ya les pica en la espalda. Vicente reta a Manolo a una carrera, y los dos hombres salen raudos hacia una casita lejana. Hilda se queda atrás, muy atrás y cada vez más mareada.

Manolo llega primero a la casa. O más bien llega solo: Vicente no viene detrás de él. Sudoroso y jadeante, hace girar al caballo en círculos. Se pone la mano como visera: el camino está vacío, salvo por un tenue halo de polvo.

Se escuchan las voces del crepúsculo. Las garzas cruzan frente a él hacia el estero. En el centro del cielo chilla un gavilán.

Hilda grita.

viernes, 27 de junio de 2008

El ahogado del Sena (Eduardo Jauralde)

Primer accésit en el XI Certamen Literario "Cafe Compás de Valladolid - Memorial Rafael Martínez Sagarra"

Al principio no sentí miedo, sólo frío… (enlaza al relato pinchando aquí y luego, si quieres, puedes regresar y dejar tu comentario)

jueves, 3 de abril de 2008

No busques y encontrarás (José R. Mejuto)

(Las letras mayúsculas que siguen a los puntos componen un divertido juego con el título del relato. Las palabras entrecomilladas fueron impuestas al autor por sus compañeros del taller literario 27etras. La utilización es talento del autor).

Nieva. Oscar se abrazaba a sí mismo para soportar el frío pero se da un calor insuficiente, no lo soporta y «bizquear»; se siente ridículo. Baja la cabeza y la introduce entre el cuello del abrigo de «franela» como una tortuga asustadiza. Une y aprieta con fuerza los dedos de sus manos dando la sensación de que los quiere «descorchar». Sabe que sería absurdo luchar. ¿Qué podría hacer? Un día de helada, un mal día, no elegí bien, piensa. Enciende con dificultad un cigarrillo. Succiona con fuerza y consigue que el brillo rojo adquiera un tono mayor, más vivo. ¿Y ahora? Espera. No puede hacer otra cosa. Cuenta los minutos y fuma. Oscurece. No vale con que la nieve inunde todo y haga un frío horrible, tiene que hacerse de noche. Tentado de irse, se «decanta» por aguantar y comienza a mover las piernas como en un baile lento y saltarín. Rara vez se ha visto en tal situación. Antes de decidirse, de tomar el camino que lo ha llevado hasta donde ahora está, lo pensó con calma. Rara que es la vida. Absurda, más bien. Sigue dándole vueltas en la cabeza como una batidora llena de ideas irracionales. Nadie espera su reacción. Oscurece, el cielo cambia de tono como si lo pintaran con «rotulador». Busca en el bolsillo y aprieta con fuerza la «lezna». Una primera opción le hizo pensar en la «pistola» pero le pareció demasiado fácil. «Soliviantar» a Leo no lo llevaría a nada. Quiere dar por finalizada la discusión comenzada hace unos días en el «catamarán». Un sencillo propósito. En realidad no sabe cómo reaccionará. Sólo una vez se han enfrentado con dureza. Y ya quedó palpable su «cinismo» y quién era el «tenedor» de una falsa moral. En está ocasión pondrá él el punto y final. No le dará opción a réplica. Camina, se mueve, da pequeños pasos para hacer la espera y el frío más soportables. Oye algo, un «arpegio» de sonidos metálicos le llega difuminado. Nota los golpes del corazón por primera vez en la noche. Tiene que ir a su encuentro, a por él. Recapacitar ahora sería absurdo. Anda, se acerca al coche que maniobra para aparcar. Reza mentalmente mientras camina. Avanza hacia el vehículo con lentitud, alarga el momento, el adiós. Sabe que le costará encontrar «recambio» a la amistad de Leo. No duda o por lo menos eso quiere pensar. Observa el coche, ya con el motor apagado, en la puerta del «tanatorio» donde Leo va a visitar a su padre. Busca en el bolsillo el arma improvisada cuando está a escasos centímetros. Urge rapidez, alargarlo sería un error. Siente la extrañeza de Leo cuando lo reconoce y baja la ventanilla del vehículo.

—¿Qué quieres? —pregunta con desgana desde el interior.

—Una cosa muy simple —contesta—. Esto es para ti, nuestra amistad se acabó.

Sonríe mientras alarga la mano y entrega la lezna que le había prestado.

miércoles, 20 de febrero de 2008

El sueño (Pilar Espinosa)

[1]

El sueño se había diluido con las primeras luces de la mañana, pero la sensación de ingravidez y ligereza continuó a lo largo de sus últimos días. No podría compartirlo con nadie, aunque eso poco la alteraba; la calma que le producía el haber rozado la libertad era más valiosa que cualquier deseo de confidencia.

[2]

Teresa no esperó a que sonara el despertador, miró de reojo a su marido, que dormía con las mandíbulas apretadas, y se levantó para disfrutar sin culpa de la soledad y del silencio. En la mesa de la cocina, con el aroma de café serenando el ambiente, volvió a las imágenes del sueño, mientras sentía un suave hormigueo en el estómago. Recordaba haber escuchado a otras mujeres, en conversaciones al azar, hablar de esa habilidad onírica, pero hasta la noche anterior ella jamás la había experimentado. Contuvo unos segundos el suspiro al tiempo que removía el azúcar, y, mientras echaba una mirada al orden, sintió un sobresalto al descubrir un vaso roto sobre el impoluto gres, se llevó las manos a la cara y tuvo que respirar hondo para que nada perturbara el rastro de paz que el sueño había dejado en su ánimo.

Sorbió el café con los ojos cerrados, pero ya no pudo impedir que la imagen del vaso interrumpiera su deseo de calma. Se levantó para eliminar el punto discordante que se había colado en la quietud de la mañana y caviló sobre las posibilidades del autor del episodio. Habría sido su hijo mayor, a quien escuchó volver a las tantas, como otras madrugadas, haciendo un ruido callado pero que a ella jamás se le escapaba. O su hijo pequeño, que se pasaba las noches colgado del ordenador. Tal vez su marido, siempre sediento y alterado.

Quiso retomar la sensación de ligereza, mas la realidad se impuso con la contundencia de un trueno y una nube oscura atravesó su frente. Sintió un cosquilleo húmedo en las manos y supo que estaba llorando. Ni hipo ni angustia, sólo desconsuelo y abatimiento.

Puso a buen recaudo las huellas del sueño y echó una mirada al reloj de pared. Comprobó que su tiempo de soledad estaba a punto de terminar; en unos minutos su marido se despertaría para volver a desaparecer, no sin antes exigir el café recién hecho o protestar porque la camisa azul no estaba colgada en la percha. Mientras se secaba los ojos con la punta de la bata le sobrevino la imagen de su madre lavando, planchando y almidonando los pañuelos blancos, con las iniciales bordadas en una esquina, que su padre tardaba dos segundos en volver a ensuciar con un ronquido brusco e imperioso. Y la tristeza, la tristeza cautiva de su madre la invadió con más violencia que si fuera propia.

Oyó el sonido de la ducha y corrió a preparar la segunda cafetera. A lo largo de la mañana, notó sorprendida, a pesar de la habitual agitación del mayor y del silencio acusador del pequeño, que ese día no era como los otros: el sueño, dedujo.

[3]

Cuando se quedó sola se afanó en las tareas cotidianas, como si le estuvieran midiendo el tiempo, y volvió a meterse en la cama, con ilusas pretensiones. Por su cabeza pasaron la compra, la plancha, los azulejos del baño. La tintorería. Recordó que debía ir a pagar una multa de tráfico del mayor y que el grifo del lavabo goteaba.

No le daría el tiempo para pintar la habitación del pequeño, llena de huellas de chinchetas y borrones de grafitis…

El pequeño: un extraño, asumió. Su embarazo ya fue un estorbo, una contrariedad, y para entonces a su marido le resultaba indiferente lo que sucediera. ¡Menos mal que no había sido una niña! –rectificó su deseo de hacía dieciséis años–. Pero este chico, que dormía con los ojos abiertos, que no quiso hablar hasta los cinco años y que siempre le echaba miradas redondas inundadas de reproche, la inquietaba: era capaz de atrapar con sus garras intangibles los sentimientos más lejanos, como si fueran roedores despavoridos, con la rapidez y el sigilo de las rapaces que llenaban las paredes de su cuarto.

Tampoco tendría tiempo de cambiar el colchón de la cama del mayor, advirtió Teresa mientras se subía el embozo hasta la frente.

Ni de creer, ni de anhelar; se dio la vuelta y se traspuso.

[4]

Franqueó los días siguientes con una calma nueva, lavando cortinas y congelando alimentos, y al quinto día volvió a soñar. Cuando todos se hubieron ido se duchó, se depiló piernas y axilas y se vistió para salir; pasó por el dormitorio de su hijo mayor, recompuso la colcha y se fue sin reparar en los detalles. Entró en la habitación de su hijo pequeño, se sentó en la cama y sostuvo la mirada fija de un autillo común. Sin intención y sin aliento escribió una nota para cada uno, que pegó en las puertas de sus cuartos:

Te disculpo

Te libero

y subió a la azotea a cumplir su sueño.

sábado, 19 de enero de 2008

El último tren (Eduardo Jauralde)

¿Qué hace Gloria ahora? ¿La ves?,

¡claro que la veo! Ahora Gloria sale de casa, cierra la puerta con cuidado, para no sobresaltar las conciencias de los vecinos chismosos ni despertar al falso ángel de la guarda que aguarda y sueña con segar su vida: un tobillo torcido, una caída, una cadera rota, o mejor, un dolor agudo entre los pechos,

¡ay!, ¡los pechos de Gloria!, crecieron, se hicieron adultos sin ellos saberlo, y ahora pasan por la vida con más pena que gloria, con mucho más recato que arrebato, siempre sumisa ella a los manuales de uso para almas bien nacidas: manténganse alejados de la luz del sol, ocultos a miradas ajenas, fuera del alcance de manos advenedizas, de ávidos labios, de lascivos dientes. A veces...,

¿no iremos a revelar un secreto de confesión?,

sí, pero no importa, nadie nos oye aquí, y el lector es discreto; a veces la yema del dedo corazón resbala desde el cuello hasta el melancólico pezón oscuro, y luego, mientras sus manos se pierden en el desierto blanco de las sábanas, buscando quién sabe qué imposibles oasis, Gloria siente ganas de llorar,

la melancolía es la nostalgia por lo desconocido, la peor de las tristezas, la que más nos duele,

pero hoy Gloria no parece triste ni melancólica, se detiene un instante en el descansillo para guardar el llavín y comprobar el contenido de su bolso, aunque nosotros sabemos que no comprueba nada: son los nervios, la ansiedad, luego, cuando se cierren las puertas del ascensor, quedará flotando en la penumbra de las escaleras el resplandor de sus cabellos perfumados...,

¿resplandor?, ¿cabellos perfumados?, no hagamos literatura barata. El pelo, lo lleva corto, media melena sin colorantes ni perfumes artificiales. Lo que nos deslumbró fue la luz de su sonrisa... y tú, caminando, lo iluminas todo...

es verdad, podríamos decir, poniéndonos un poco cursis, que a Gloria la envuelve un halo de alegría: canturrea sin palabras, sonríe al pensar que una tarde podría perder la llave del piso, adrede, para forzar el destino, para quemar las naves, para derribar puertas y romper cadenas,

pero no se atreverá a tanto,

Dios dirá,

Dios nunca dice nada y al final sólo nos queda su silencio, el silencio de Dios, una puerta cerrada, una casa vacía... ¿nos metemos adentro, ahora que ella no está?,

sí, entremos. En casa de Gloria encontramos flores secas a la entrada, en el jarrón de porcelana de Talavera, justo debajo de las aburridas barbas de un San Jerónimo de tinta china que ocupa media pared y que, desde allí, medita con el ceño fruncido. Cristal y marco dorado. Al final del pasillo, Gloria ha dejado entornada la puerta de su cuarto: la cama con la colcha de ganchillo, sin una arruga, el crucifijo de marfil en la pared, el temblor de los visillos en la ventana, seguramente no cierra bien y un tenue soplo de aire se cuela por la rendija,

¿y ese olor?,

Gloria; huele a Gloria, el olor acompaña siempre a las personas, impregna su entorno, envejece con ellas, ¿qué diríamos?

Polvos de talco, té de hierbas, vino dulce de Jerez, Licor del Polo, toallas de algodón, rosario de cuentas de sándalo con bendición papal,

y entre las páginas de ese devocionario antiguo, cerrado sobre la mesilla de noche, hojas y lágrimas,

lágrimas secas entre piadosas páginas, lágrimas como hojas muertas de otoño que cayeron entre las plegarias y las jaculatorias.

Nos acercamos a la ventana y miramos sin descorrer los visillos, estamos en un tercer piso y vemos una calle ancha con árboles de ramas otoñales, bancos de madera, un quiosco de prensa, una parada de autobuses, con anuncios de whisky y de lencería en los paneles de la marquesina; quizás aquel bulto impreciso, al costado, sea un mendigo, pero no se distingue bien, seguramente no es más que un revoltijo de trapos y cartones viejos, pues la gente no le presta atención; el cielo es de un gris muy pálido: una campana de cristal opaco que Dios posó sobre la ciudad para olvidarse del fragor insoportable de los autos, del veneno de los tubos de escape, del frío de los corazones indiferentes,

Gloria bajó hace mucho ya y no podemos verla,

sí que podemos, somos dueños del tiempo, la vida obedece al compás que nosotros le marcamos con nuestras palabras, sigue el ritmo de nuestros pasos; se detiene cuando nos detenemos, echa andar cuando abrimos los ojos. Gloria sale de la oscuridad del portal a la estrepitosa claridad del día y de las calles, respira como si bebiera, a pequeños sorbos para no atosigarse; desde aquí podemos observar cómo el aire la penetra, acaricia sus delicadas membranas internas, el forro suave de su laringe, los alvéolos sonrosados de sus pulmones,

antes Gloria estaba acostumbrada a respirar el aire viciado de las antesalas del cielo: el humo con sabor a incienso de las sacristías, el aliento turbio de los confesionarios, el vaho de las oficinas del Auxilio Social con el suelo salpicado de flemas de tuberculoso,

ahora, cuando ve a Ramiro avanzar hacia ella, apuesto y seguro de sí, se le acelera la respiración, no lo puede remediar, y le laten las venitas de las sienes. Se saludan, desde aquí no distinguimos si el beso es en la mejilla o si él le roza fugazmente los labios, que ella lleva sin pintar, sólo un toque de pomada hidratante para darles un brillo con sabor a cacao y vainilla. Gloria apoya la mano en el brazo de él y echan a andar los dos hacia el final de la calle, se paran frente a un escaparate, pegan la nariz a la luna como niños delante de una pastelería, vuelven a caminar calle arriba hacia la estación del metro,

¿los seguimos?

no, para qué, mejor los dejamos ir, Gloria nos vuelve la espalda mientras se aleja, y notamos algo conmovedor en su modo de andar, en la fluidez impalpable de su silueta, en esa forma suya de apoyarse en el brazo del hombre que camina a su lado,

ahora la vida no tiene precio,

si no se nos ocurre nada más original, mejor nos callamos, nos quedamos aquí y esperamos a que Gloria vuelva,

al lector se le va a hacer muy larga la espera,

le sentamos en la salita de la televisión, en el sofá vestido de cretona estampada, y le dejamos curiosear. Poco espacio libre en las paredes, abrumadas de cuadros o de fotografías: acuarelas de aficionado, bodas de hermanas o de hermanos, pequeños óleos de oscuros paisajes borrascosos, una bendición papal con indulgencia plenaria, la orla de cuando sacó el título de una profesión que nunca llegó a ejercer, el retrato de los padres que ella, por ser la hermana soltera, acompañó hasta la muerte; encima del televisor, en madera de olivo, una gacela amamantando a su cervatillo, el mando a distancia no funciona, debe de tener gastadas las pilas y Gloria ni se ha preocupado de cambiarlas; si el lector se impacienta charlamos un rato con él, le contamos que el hombre que espera a Gloria en la calle, sin subir ni llamar al timbre desde abajo, Ramiro; es un poquitín mayor que ella, debe de andar por los setenta y tantos años, poco más o menos; viudo, sí, su mujer falleció tras una larga y penosa enfermedad, como se suele decir. Va a hacer seis meses que Gloria y él son novios,

¿novios de casarse?,

novios de quererse. Amor nuevo, vida nueva. Gloria descubre otro mundo, descubre el mundo con los ojos de Ramiro,

al lector le va a parecer una cursilería que digamos eso, el lector espera a lo mejor que le demos detalles escabrosos, crudos, no que le tengamos aquí durante horas... mira que si Gloria no vuelve, o si sube con Ramiro y nos lo quiere presentar,

no se lo ha presentado a sus hermanos, ni a nadie de la familia...

por miedo al ridículo, ¿verdad?, sabios consejos, exclamaciones de asombro: ¡a tus años, Gloria! y dices que él es mayor que tú, ¡no me lo puedo creer!, ¿cómo os conocisteis, ¿en la parroquia?, y Ramiro quiere que te vayas a vivir con él, por Dios, qué cosas ...

sabemos que Gloria no se atreverá a dar ese paso, no se atreverá nunca, porque el paso no es paso sino salto mortal, una pirueta al borde del abismo; a Gloria, ni con la red del matrimonio se le quitaría el vértigo, el miedo a la caída,

de todas formas Ramiro no quiere, de ninguna manera quiere, dice que a sus años no necesitan ni curas ni papeles, que ya son mayores para andarse con esas tonterías, ¿nos acercamos a la ventana a ver si Gloria vuelve?,

de acuerdo. La calle está iluminada: las farolas, los escaparates de las tiendas, los autos con sus luces blancas, rojas, amarillas; el cielo, sin embargo, está muy oscuro, sin estrellas, y los árboles parecen formar un bosque dormido. Un taxi se detiene abajo, no podemos distinguir si Ramiro está dentro cuando se abre la portezuela,

y baja Gloria; se mete en el portal sin mirar la lucecita del taxi que se aleja y nos quedamos sin saber si se ha puesto verde o si sigue con el piloto rojo de ocupado. No importa, no somos detectives sino testigos conmovidos de una historia de amor que tiene sus sombras como todas las historias de amor; llega cansada, se ha notado hasta en el ruido que hizo la llave en la cerradura, se deja caer en una de las dos butacas, se quita los zapatos, se frota los pies por encima de las medias con una mano, mientras que en el puño cerrado de la otra aprieta la llave con la que abrió la puerta hace unos instantes,

no se atrevió a perderla, a decirle a Ramiro: no puedo volver a casa, no encuentro la llave, se me habrá caído cuando saqué el pañuelo porque me emocioné con la película, o cuando busqué el monedero para darle la propina a la chica del vestuario porque tú no llevabas suelto; pobre Gloria, necesita un falso pretexto, una ingenua coartada infantil, le parece una grosería imperdonable mirar a Ramiro a los ojos y decir: hoy vamos a dormir a tu casa y luego me quedó ya contigo para siempre; qué dirá mi familia, qué va a pensar su esposa muerta de mi desfachatez, cómo me va a dar la absolución el cura de la parroquia cuando se lo confiese, y...

recorre descalza el pasillo, sin encender las luces; una vez en la habitación, iluminada sólo por la claridad que entra por la ventana, se desnuda frente al espejo, va quitándose las prendas como quien levanta la sábana que cubre un cadáver; en la penumbra contempla la sombra de ese cuerpo envejecido, el reflejo de ese cuerpo que nunca recorrerán las manos de un hombre enamorado. Y lo hace con la expresión de quien mira desde el andén el último tren que se aleja, mientras la noche...