sábado, 22 de diciembre de 2007

Retorno eterno (Javier Luque)

Accésit en el I Certamen internacional de “Cuentos de Navidad” del Círculo de Amistad XII de Enero

[1]

«Ya ha vuelto».

No sé si pronuncio la frase en voz alta. La luz de mil bombillas dibuja un gigantesco árbol de Navidad sobre la fachada del centro comercial y yo, de regreso a casa desde el aeropuerto, paso por delante en ese preciso momento. En el momento en que un desconocido, hombre o máquina, activa el interruptor de encendido, de las bombillas y de mi desazón.

—Parece que ya está aquí la Navidad.

El taxista no me ha adivinado el pensamiento, la suya es la respuesta lógica ante el alarde luminoso. Sin contestar, observo a la gente que sale por la puerta del centro comercial cargada de bolsas. Una densa humareda blanca asciende desde el puesto de castañas asadas improvisado al pie de las escaleras de acceso. Con sincronismo impremeditado, media docena de paraguas se abren. Gruesas gotas de lluvia se estrellan contra el parabrisas y de inmediato se convierten en una cortina de agua.

—Por desgracia.

—¿Qué?

—Que por desgracia ya estamos en Navidad.

—¿No le gustan las fiestas?

—No.

Me parece que el taxista va a replicar; espero la respuesta, me alegro de que no la haya.

—¡A ver si te aclaras!

El coche de delante gira a la derecha mientras el intermitente de la izquierda parpadea formando un extraño arco iris entrecortado. Al sobrepasarle, el taxista hace sonar el claxon.

—La verdad, un poco pronto para villancicos sí que es, aún falta más de un mes.

—Sí, además eso.

El taxista se gira y nuestras miradas se cruzan, imagino que busca en mi cara algún signo de ironía que me devuelva su respeto, no lo encuentra. Ninguno de los dos decimos nada. El golpeteo de la lluvia sobre el techo resuena en el interior del vehículo. La luz del semáforo ante el que estamos detenidos cambia a verde.

[2]

Casi vacíos, los últimos platos salpican la mesa. Dos centros cuajados de flores crasas y frutas acrecientan la sensación de derrota de un regimiento de copas sucias, repartidas sin orden aparente sobre el mantel sarpullido de manchas. Las voces beodas luchan contra la música ambiente.

—¿Ya te vas?

—Sí, me esperan en casa —miento.

—¿No vas a venir a tomar una…?

El jefe de administración se acerca y María no concluye la pregunta. Hasta ahora no me he dado cuenta de lo bien que le sienta el vestido.

«¿Y si su proposición esconde algo más que cariñosa lástima?».

—Venga, venid, que van a hacer una foto de todo el grupo.

Nos dejamos arrastrar por él hasta el centro del comedor. Una docena de compañeros se arremolinan frente a un tipo cargado con una aparatosa cámara de fotos. Durante el resto del año varios de ellos no se hablan. A mí, más de la mitad me odian. Es probable que mañana, durante la comida, comenten con su pareja el ridículo que unos u otros hicimos tras las dos primeras copas de vino. Ahora sonríen para la foto. No recuerdo al fotógrafo, no le he visto entrar ni le conozco. María se pone a mi lado, desde su pelo me llega un olor dulzón que supongo pertenece a su perfume.

Dos fogonazos de flash más tarde y muchos abrazos ebrios después, salgo del restaurante perseguido por la mirada conmiserativa de María y por la frase que desde hace semanas más veces oigo al cabo del día: feliz Navidad. La calle está llena de gente. Guirnaldas luminosas la atraviesan suspendidas de cada farola. En la plaza, sobre el césped, tres incongruentes renos de alambre pintado de blanco simulan pastar. Al pasar junto a la parada, decido coger el tranvía.

—Feliz Navidad, señorito, una ayuda. Tenemos hambre.

Por un instante, me quedó mirándola. No estoy seguro, parece que es la misma mujer que mendiga cada día al lado de la oficina. Quizá me equivoque, todas parecen iguales, sentadas en el suelo, las ropas raídas, un pañuelo en la cabeza, y el imprescindible niño en los brazos: inmóvil, aletargado en el regazo de la mujer que posiblemente no es su madre.

—Por favor, señorito, tenemos hambre. Es Navidad.

La voz suplicante, cansina, busca conmover, pero a mí me molesta. Me fijo en el niño y percibo como si sus pequeños ojos se clavaran en mí. Siento una punzada de desasosiego, no puedo resistirme y dejo unas monedas en la mano de la mujer.

El tranvía se acerca haciendo sonar la campana. Me subo. Mientras arranca y yo busco en la cartera el bono para pagar el viaje, pienso en mi instante de flaqueza.

«Así sólo lograremos que vengan más».

[3]

La explosión de un petardo hace ladrar a los perros. Me asomo al jardín. Me fijo en la tira de bombillas de colores enrollada en la barandilla de la terraza que tengo enfrente. Al mismo ritmo de su intermitencia, de ellas se escapan en un bucle inacabable las notas de Noche de paz con el torpe compás con que un niño interpretaría la canción en un órgano eléctrico de juguete.

Regreso dentro. En mi salón nada, salvo los anuncios que aparecen sin descanso en el televisor, recuerda la Navidad. Mientra busco el mando a distancia del televisor para acabar con aquello, suena el timbre del teléfono. Leo el número desde el que llaman. Es mi hija.

—Dígame.

—Hola, papá. Feliz Navidad.

—¿Qué tal estáis?

—Bien, ¿y tú?

—Bien.

—¿Estás solo?

—Sí, claro, aquí no vive nadie más. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Con quién quieres que esté?

—Pues no sé, con unos amigos, con cualquiera. Lo que te pregunto es si vas a cenar, o pasarás esta noche con alguien. No se si lo sabrás, pero es Nochebuena.

—Ya me había enterado. No veo necesario el sarcasmo.

—Oye, si no tienes ganas de hablar, cuelgo.

—Venga, no nos enfademos… Ya sé que te hacía ilusión que pasáramos la Navidad todos juntos en París, con vosotros. No ha podido ser, qué le vamos a hacer… ¿Ha llegado ya tu madre?

—Sí, llegaron ayer… Eduardo y ella.

—Ya.

—Está muy bien, hasta diría que se la ve más joven. Me dice que te dé un beso de su parte.

—Ya.

—Entonces qué, ¿vas a cenar solo o estarás con alguien?

—Rosalía me ha invitado a cenar en su hotel.

—Dale un abrazo... Es buena gente.

—Claro, se lo daré.

—Bueno, te dejo que estamos preparando la cena.

—Sí, yo también tengo que preparar… prepararme para ir a cenar.

—Pues feliz Navidad.

—Igualmente, hija. Saluda a tu marido de mi parte… ¿Y la nena?

—Está jugando con mamá, dice que la ayuda a hacer la cena. ¿Quieres que se ponga?

—No hace falta, déjala que juegue. Dale un beso de mi parte.

—Claro. Pedro te devuelve el saludo. Feliz Navidad.

—Feliz Navidad.

Dejo el teléfono sobre la mesa. En la televisión suena el himno nacional. Me olvido del mando a distancia y camino a la cocina. Saco una lata de espárragos de la despensa. La pongo en la mesa de la cocina. De un cajón, cojo un tenedor, un cuchillo y la servilleta; y un vaso de la vitrina que hay encima. Abro la nevera. Voy a sacar el filete que dejé descongelándose. Cambio de idea, no me apetece. Me decido por una cerveza, un bote de mayonesa y un paquete de lonchas de jamón serrano. Cuando me siento a la mesa, la voz del rey me llega apagada desde el salón.

No hay comentarios: