jueves, 10 de julio de 2008

Hilda y Manolo (Pilar Dublé Lain)

El murmullo de los durmientes hace cabecear a Hilda, hasta que finalmente se recuesta sobre el hombro laxo de su esposo. Minutos más tarde, despierta de sopetón, gritando.

—¡Manolo! —sacude al esposo por los hombros—. ¡Manolo!

El marido abre los ojos, la mira legañoso y se limpia con el pulgar la baba que le escurre por una comisura.

—Hilda, ¿pero qué…?

—¿Te acuerdas de los dos turcos que nos miraban en la estación? ¡Sé que subieron al tren!

—Mi amor… no seas tonta —mira por la ventana, fingiendo preocupación. Suponiendo que sea cierto, que no lo es y lo sabes porque los vimos quedarse en el andén cuando partimos, ¿qué podrían hacernos aquí? Además, pero… ¡qué va! Eso es en Estados Unidos: allí sí, los árabes son de Al Qaeda. Nuestros turcos son laboriosos, simpáticos, tienen tiendas de muebles y electrodomésticos, o zapaterías.

—¿Y por qué nos miraban tanto?

—Te miraban, Hilda. A ti. ¡Porque eres muy linda!

—Bueno —sonríe—, está bien.

—Anda, duerme que nos faltan dos horas de viaje.

Hilda vuelve a recostarse en el hombro de Manolo, pero sus ojos no se cierran de nuevo. Van a El Tocuyo, a ver una hacienda con ánimo de comprarla.

El tren finalmente se detiene, tras deslizarse lento en los últimos metros de riel. Vicente Corao, el dueño de la propiedad, los espera en la estación; agita la mano en un saludo ciego hacia las ventanillas opacas de polvo. Con la tez curtida y un blanco bigote que sonríe bajo el sombrero pelo´eguama, el hombrón es un espectáculo. Nada de apretones de mano: un par de abrazos y un vehículo rústico enorme y amarillo reciben a Hilda y a Manolo.

El viaje es corto y al rato ya están en los terrenos del ganadero. Diez mil millones pide por la hacienda, y está barata: potreros, campos de sorgo, vías de penetración, un estero monumental lleno de garzas y ribeteado de chigüires… un emporio. Los dos hombres conversan acerca de la posible venta, mientras Hilda guarda silencio y sonríe a ratos.

Llegan a la casa grande y Vicente ofrece a Hilda la oportunidad de refrescarse en el dormitorio destinado a la pareja. Los hombres se sientan en dos butacas mientras la mujer, precedida por una criada, penetra en la umbrosa y fresca casona. Un peón las sigue con las maletas color rojo vino.

La habitación tiene una enorme cama con un cobertor a cuadros. Las cortinas están cerradas, hay oscuridad y un runrún de aire acondicionado. Cuando los empleados la dejan sola se recuesta por un momento, para despertar sobresaltada de nuevo, después de un rato largo y sin saber bien dónde se encuentra. En la mesa de noche alguien muy silencioso ha puesto un vaso de jugo de guayaba con hielo. Ávida, se lo bebe hasta el fondo, y toma luego una ducha. Se pone unos jeans y camisa blanca.

Al abrir la puerta de la habitación escucha pasos que se alejan rápidamente, pero cuando sale al pasillo lo ve vacío. El ruido la orienta hacia el otro lado, donde los hombres ríen en la sala, achispados por el whisky.

—Hilda, llegaste a tiempo. ¿Quieres un whiskicito? Anda, tómate uno y nos acompañas luego a recorrer la hacienda.

La mujer asiente. Toma dos sorbos apenas de su vaso, pues está levemente mareada desde que empezó a vestirse. Mientras bebe, nota varias miradas indiscretas de Vicente, que le recorren el cuerpo mientras Manolo recarga su propio vaso.

Manolo se sienta y la charla sobre fertilizantes y tractores se reanuda, hasta que Vicente mira el reloj y después se golpea las rodillas y se pone de pie con brío.

—Bueno, queridos, vengan conmigo que les voy a presentar a Lucy.

Lejos de lo que pensaron, Lucy no es la esposa de Vicente, sino una estupenda yegua castaña que traen unos muchachos hasta la puerta de la casona. Precede a dos caballos más claros. En sendas monturas se adentran por uno de los caminos que parten de la casa; los hombres siguen conversando cuando, de golpe, alguien que parece ser un peón cruza a toda velocidad frente a la montura de Manolo, quien casi cae del caballo. Desaparece por el otro lado del camino, y una mirada hostil envuelve a Hilda desde los matorrales. Vicente gruñe una maldición y algo más que ella no comprende, pues desde hace rato siente un zumbido en los oídos. Manolo pregunta, y recibe respuesta de Vicente, entre carcajeos que parecen forzados.

El camino deja atrás la capa de asfalto y asciende, mientras los enormes samanes y apamates ralean y son sustituidos poco a poco por abrojos. Media hora más tarde los tres jinetes coronan una loma pelada, y el sol ya les pica en la espalda. Vicente reta a Manolo a una carrera, y los dos hombres salen raudos hacia una casita lejana. Hilda se queda atrás, muy atrás y cada vez más mareada.

Manolo llega primero a la casa. O más bien llega solo: Vicente no viene detrás de él. Sudoroso y jadeante, hace girar al caballo en círculos. Se pone la mano como visera: el camino está vacío, salvo por un tenue halo de polvo.

Se escuchan las voces del crepúsculo. Las garzas cruzan frente a él hacia el estero. En el centro del cielo chilla un gavilán.

Hilda grita.