sábado, 29 de agosto de 2009
Jaibas azules (Pilar Dublé Lain)
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sábado, 11 de julio de 2009
Cuento cruel (Eduardo Jauralde)
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Llueve (Javier Luque)
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viernes, 8 de mayo de 2009
La plaga (Lila Daviña)
El hombre salió al jardín. La linterna iluminó el cuadrado de césped y las matas de flores pegadas al tapial. Después de la muerte de su mujer, era él, Alfonso Romero, notario jubilado, quien se encargaba de cuidar las plantas y de proteger los rosales del ataque de las hormigas.
La vio de pronto explorar el terreno con sus antenas dispuesta a saltar: las alas cerradas que se abrieron en hélices batientes y veloces en el aire fresco de la noche. Después, esas mandíbulas insaciables devorarían alguna de sus plantas.
Alumbró los arbustos y los canteros, pero ya no estaba a la vista. Sintió temor: si había una, seguramente otras aparecerían a la brevedad.
Miró una vez más el jardín, entró a la casa por la puerta trasera, que crujía y, como tantas veces, se prometió aceitarla. La cocina estaba en orden; por costumbre se aseguró de que la llave del gas quedara cerrada y recién entonces subió las escaleras. Arrastraba los pies en deformadas zapatillas de paño. Con un leve jadeo ingresó al dormitorio y descalzo entró a la cama vacía. Tanteó la perilla del velador y apagó la luz.
El perfume de las rosas entraba por la ventana.
Esa noche durmió poco y mal.
Se sentía viejo y cansado. Se sentía solo.
A la mañana siguiente lo despertaron risas en la casa de al lado. Desde el piso alto veía o, mejor dicho, adivinaba las siluetas de la pareja joven y de la niñita de moño azul.
Su esposa los había querido y a veces les llevaba torta de limón; así era su mujer, amable y generosa aunque él siempre le reprochaba un poco la curiosidad. Alfonso Romero simpatizaba con esos jóvenes vitales que, sin embargo se mostraban poco comunicativos con la gente del barrio; tenían una biblioteca hecha de cajones: las maderas endebles se arqueaban bajo el peso de los libros. Su propia estantería no era lujosa pero las tablas de roble resistían el mundo de los clásicos y las novelas de amor de su mujer. En una charla, a raíz de la devolución de un texto que le había prestado, el muchacho expresó su admiración ante los estantes colmados y agregó que ellos hacían bibliotecas con cajones de manzanas, porque eran baratos y fáciles de desarmar. Y agregó: "Nos mudamos seguido".
No preguntó por qué –no era curioso-. Sabía que a menudo recibían amigos y leían apuntes que él no alcanzaba a oír, pero desde la planta alta los veía discutir con vehemencia o reír en forma despreocupada. Eran jóvenes de vaqueros, muchachas de pelo largo. Estudiantes, sin duda. Desenvueltos, vivaces. Él mismo se sentía menos achacoso al mirarlos; se acordaba de sus épocas de reuniones anarquistas con una oscura nostalgia; cuando todavía tenía preocupaciones sociales, antes de que los rituales de expedientes y escrituras firmadas le fatigaran el alma.
En ocasiones se oían rasguitos de guitarras y el mate pasaba de mano en mano.
Recordó que unas semanas antes tres muchachos habían entrado cajas grandes de cartón; era de madrugada y como siempre que lo acosaba el insomnio se levantaba a oscuras a mirar el jardín y los alrededores. Le llamó la atención la hora, el sigilo de los visitantes, la puerta que se abría y cerraba de inmediato. Ese día y el siguiente, las persianas permanecieron bajas y no oyó risas ni música. Después todo siguió igual; él no los veía con la antigua frecuencia de cuando su mujer horneaba tortas de limón y les llevaba una en el plato azul de loza, tibia aún y cubierta con la servilleta blanca.
Movió la mano como si ese pequeño gesto bastara para espantar los recuerdos y salió como de costumbre a hacer las compras mínimas: un litro de leche, yogur, un bife, verduras para el caldo.
El barrio estaba como siempre: casas de una y dos plantas, verjas bajas de hierro o madera, jardines pequeños… El otoño se demoraba y no se veía el vaivén de las escobas amontonando las hojas amarillas de los fresnos.
Entonces descubrió al hombre que caminaba por la vereda tranquila. No era de de esa zona , podría asegurarlo, y su andar le causó temor: una mezcla paradójica de cautela y depredación. Nunca vienen solos, se dijo, pero apartó el pensamiento amenazante y entró al mercadito donde un olor a verdura fresca, a duraznos maduros, a salchichas (que tenía prohibido comer) y a pan tibio le endulzó el alma.
Al regresar, su rutina fue la misma: rutina de un hombre solo. Burbujeaba el caldo en la olla de aluminio; crespa y verde, la lechuga adornaba el plato con el tomate en gajos.
Comió y no quiso salir al jardín. Pasó la tarde entre sus libros y encendió el televisor para oír las noticias de siempre. Nunca dicen todo ni lo más importante, pensó al mismo tiempo que recordaba la caminata por el barrio y la sensación de ser vigilado. Movió la mano y agitó la cabeza como si esos gestos mínimos bastaran para ocultar la desazón agazapada.
Sin que se diera cuenta llegó la noche y con ella la recorrida por el patio. No llevaba la linterna. Quizá por eso sintió que no estaba solo: hojas susurrantes, un aroma de miedo en la rosa blanca trepadora, un sudor viscoso en el diegodenoche.
Con recelo abrió la puerta y la cerró después con cuidado; subió las escaleras, pero no prendió la luz del dormitorio.
A oscuras, de pie frente a la ventana los vio. A veces, ahora más senil, piensa que imaginó la escena, pero algo le dice que no. Fue el ruido de sillas arrastradas y la mesa volcada, una bota que pateaba libros caídos de la endeble biblioteca agonizante. Vio las entrañas de los almohadones apuñalados: espuma blanca en un infierno absurdamente infinito. Supo que lo que él no había querido oír, las voces clandestinas que murmuraban secuestros y allanamientos eran una certeza: de un lado las bombas caseras, la dinamita robada, los panfletos; del otro, las torturas y cigarrillos encendidos sobre cuerpos adolescentes, la picana en los genitales, las capuchas y los ahogos.
Todo eso miró y pensó. Se vio a sí mismo, una piedra callada y mojada por una orina tibia y olorosa a miedo.
No vio a la pareja ni a la niña. En el suelo, entre páginas desgarradas, la cinta azul.
Las voces se alejaron y un motor se puso en marcha. Después, el silencio.
Se acostó tiritando y mojado de su propio espanto entre las sábanas frías sin mover las manos para espantar tanto horror.
Supo lo que encontraría en el jardín cuando amaneciera. La plaga de langostas había devorado sus plantas. Tres pétalos de una rosa roída se agitaban blancos en una inútil despedida.
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martes, 6 de enero de 2009
Qué negra ni (Myriam Toker)
Qué negra ni bemba, yo no soy negra como dicen, y no me llames negra. En la isla andaba yo en mis plantas, ve tú anda, mira las huellas y dime, culo chato, de qué color son.
Tizne tengo, sí, como todos los que tienen alma. Los que no entintan van en mil patas y viven bajo las piedras, o es que están muertos. Mira lo que digo, es que tengo a los muertos bailoteando alrededor desde que pisé esta tierra. Ay, madre, qué zumba con aquél niño muerto. No era mucho después de yo haber venido, no tanto, no, si los zapatos me achucaban los pies todavía, que encontraron al babito ido, en mi trabajo.
Ido, me escuchas, como los viejos, o los tiroteros, con los ojitos que ya no veían y las puntas de los dedos moradas. Eso lo vi yo solamente aquí, porque en la isla, uá. En medio del supermercado, la madre loca si te imaginas, y el niño que se le había escapado, ni cuatro años tenía, y allí estaba, tiradito ‘onde los frutos secos, porque sí, que ya estaba ido y si te cuento por qué, te vas tú. Mira bien, en medio de la gente y de la comida, así no más muertito. Ay, sí que en la isla no se te va un babito así, madre. Sólo que te lo tiroteen los de la coca, que ya se encargará de ellos el Maldito que los cría. O que se te vaya con la fiebre, que el sanitario cuando tiene para gasolina, si tiene, se le ocurre pasar para las lluvias, pero a la seca, con el mosquito, que es cuando tiene que pasar, ni asoma. Si lo has visto dime, que yo tampoco. A la seca, te dejan en la tierra caliente a que te frías. Así sí, claro, cómo vas a lucharle a
Vamos, dime de dónde eres. Que yo sé. ¿Ves estas uñas mías como vaina larga? Mira, se me arruga el dedo y se pone negro al juntito de
Te dije culo chato, pero no te quería daño a ti. Tú me dijiste negra y tan sonando. Estamos par, el hacha al tronco, y al fuego juntos, ¿ahá?
Pero que me digan negra estos pescados fríos. Mira no más el dueño del mercado, el hermano del ministro, qué talante, diz que tiene como cinco mercados, y viene de compras como cualquier doña. A qué te crees, en la isla no tendremos zapatos, pero los ricos no se bajan del blindado, vamos, si no sabemos ni quiénes son, menos verlos de compras, trala y lala con los empleados. ¡Pero ni el jefe de la coca se abaja tanto los calzones! Y este loco, aquí, se pasea entre los chorizos y los fideos. Cómo que no me crees, si lo veo yo en mi trabajo, tieso como caña pelada, un calaverón sin tripa con el abrigo que le cuelga, y te digo qué, que no tiene labios. Ni arriba ni abajo, y los dientes así chiquitos, de mamón. Sé por qué te lo digo. Que sí que lo conocí, al que le volaron la boda los terroristas y que salió en los diarios. Aquí tienen tiroteros, ya ves, y peor: tienen tirabombas. Y ¿te sabes quién fue? La misma novia. Há. Tanta ley, tanta policía, tanto buscar papeles y sellarte hasta las ganas, va y se les casa un ricachón con una tirabomba. Agárrate más fuerte, porque se la encontró acá, en su propio mercado, sí que sí, hermanito, si la chivita era una de las cajeras. ¿Que si la conocí? Hasta las tripas. Claro, la que salió en los diarios. ¿Y a esa cabra loca no la dicen negra? Ah, no. Que tenía papeles ella y su madre y su abuela. Qué la van a decir, pero ahí tienes, se calzó con fuego la barriga y a volar, madre. Perdón, negra sin uñas gato sin cola, se me van las manos cuando hablo. ¿Te hice mal? Pero las uñas no me las quito, no, que ya me tuve que enrapar las trenzas. Me vieras en la isla, ah no, no era esta pelona que friega y calla. Te gusta reír, pero claro, a mí también, si el chivo al campo. Me tengo que reír. Si supieras las caras de vela que se ven ahora en mi trabajo, el buche se te achica: por los aires como cinco de nosotros el día de
Cuando era solterito me lo topé yo al flaco del patrón que se quedó viudo sin casarse. Ya te lo imaginas, chá chá, viudo sin casarse, y de una tirabomba.
A mí me dijo Carolero cuando me iba: «Tú sí que fumas duro, Caridad, mira que te casaras con uno ahí, y te volvieras a la isla rica y picante, sancochada de moneda para darle a Carolero. Tú sí que fumas duro, te va a ir bien». Así que me imaginé que me bajaba del avión y me topaba un hombre. Si Carolero mismo lo dijo. Dejé al Regalado y me vine. Dame cigarro. ¿Fueguito hay? Regalado no es nadie, el negro que me tomaba el aguardiente y me fumaba los cigarros. Bueno, y que me lo topaba y me casaba, con cura y cruz. Me llevaba a una calle como éstas, sin ni una víbora y toda empedrada, y me decía «Caridad, ésta es tu casa», y ahí nomás venía toda la policía y me regalaba unos papeles que decían que yo en realidad era de aquí. Y me llamaba señora de esto, o señora de aquello. Tenía un babito blanco y uno negro, uno blanco y uno negro, y volvía a la isla y me hacían una fiesta y el Regalado lloraba. Por eso, cuando andaba de aquí para allá limpiando, en el trabajo, y me llaman para la sección de los aceites y salgo a todo dale, guantes, gorra y balde, y con el carro le doy al caña de azúcar del patrón, pum, ahí me acuerdo del Carolero. Y el patrón se pone que tú tú, que chá chá, y se me tira encima el corpulón del encargado, lame culos, que le llevaba el carro de la compra. «Que el señor esto, que el señor aquello, que pone más cuidado» me decía el corpulón del encargado y me hablaba con la voz de los tiroteros, empujón y todo. Limpiar el aceite te lleva el lomo, te lo digo, pero toparte con un hombre aunque sea caña de azúcar, ah. Ahí me puse yo, sin el aire y sin la madre, a pensar que me metían en el avión de vuelta a la isla por llevarme con el carro al dueño del mercado que se podía casar conmigo y darme seis bembitos, cuando lo veo que se toca el costillar y ahí sí que se me vino el verde de frente. Me matan, me matan y yo que recién tengo el permiso de trabajo, pensaba, qué voy a decir yo, si para pedir perdón hay que arrugar la boca y cantar cucucucú, si yo no sé qué lo qué hablan. Pero el patrón le dice al tirotero que no, que me deje. En un cascás fue como ver al Regalado: el hombre es todo almíbar, que cómo se llama, que de dónde viene, que cómo la trata el país. Así me hablaba, y yo le entendía todo. Y te enteras que me da un beso, sí; coronada me creía, y se me va el Rey con la cajera ojo betún. ¿Le iba yo a armar un batuque? “Mira, Dios es grande, te agradezco el trabajo, pero el hombre es mío”. Que no, vaya el caña con moño y todo.
Pero qué te digo, que aquella le llevó el alma. El día del casamiento nos pusieron a todos nosotros un uniforme que decía bien grande “Supermercados La Victoria” porque iba la televisión, y yo con los guantes verdes. No te dejes engañar Caridad, me digo yo ahí, que se casa con ella pero te dio un beso a ti. Cuando la isla se seca, la tierra no está tan caliente como esos labios blancos que tenía, que no pareciera. Era como mi sueño, el cura y la iglesia, el novio y hasta el encargado cara de tirotero que parecía bueno, aunque a ése lo llamó el Maldito ese día. Pero no hay con qué, se vino todo rojo y ruido, y al altar y al cura y a la comparsa te los veías tirados por acá y por allá.
Ella le llevó el alma. Si ahora me pasa por el costado así de cerca y es como que yo era un árbol. La corona, de zapato. Igual, es un flaco que parece de papel, de hoja seca, muñecón de carnaval, caretón, bicholuz, me va a importar, pescado crudo, pasa chupada, qué sabe Carolero. Que me iba a casar con el primero que me topo. Te imaginas, casada con el patrón. Como si me gustara. Esta negra. Qué.
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