martes, 23 de septiembre de 2008

Cinismo, presente (Myriam Toker)

(Las letras mayúsculas que siguen a los puntos dan respuesta a una de las incógnitas que plantea el relato. Las palabras ‘entrecomilladas’ fueron impuestas por los compañeros del taller literario 27etras. La utilización es talento de la autora).

Se nos apareció la primer semana de clases en el tercer año del Liceo de Señoritas “Fray Mamerto Esquiú”, soy su maestra de música señorita Pontorno me llamo, y en el aula se ‘descorchó’ la risa caníbal por un año entero.

Enclenque muñeca de cuerda, ‘bizqueó’ ‘soliviantada’ por el ‘arpegio’ de groserías derramado en sus oídos como bienvenida. Astillas viejas en los ojos rotos, tartajeó detrás de las gafas oscuras un intento o un ruego de orden. Tal vez era una mártir. O era tonta y perpleja.

Dueñas de unas pupilas nuevas y rabiosas, ‘leznas’ extasiadas en su cuero de vieja inerme, la hicimos exquisita víctima propiciatoria y le agujereamos lo poco que le quedaba de digno. Obligada a volver a la arena semana tras semana, anticipaba sin suerte con un tanteo de las manos trémulas el perverso juego de obstáculos que le imponíamos. Preparábamos el aula como un ‘tanatorio’ moral: su escritorio fuera de lugar, el camino de libros dejados a su paso, un precipicio de cosas acechando su espacio mal adivinado, teatro invertido de Pulgarcito.

Obituario o registro de reas, según fuera el docente verdugo o víctima, el listado le era inútil; se le acercaba como quien besara una lápida, detectándolo primero con las manos. Rezaría por el milagro de que un ‘rotulador’ de Braille le develara el relieve de nuestros nombres. Luego balbuceaba, adivinado apenas y deformado entre los labios, algún apellido. Otras veces, a fuerza de intuirlo y de sospecharlo, acertaba y lo gritaba, gozosa, con el triunfal desparramo del disparo acuático de una ‘pistola’ de carnaval.

Su incipiente calva y las tinturas ‘decantadas’ en la cabellera rala se nos ofrecían desde aquella humillada posición de lectura del registro. Gatas aburridas y seguras de la presa, dilatábamos el ridículo sin dejarle saber nuestros verdaderos apellidos. Abolidas las diferencias, por miedo o por sabiduría nos calificaba a todas con un democrático nueve, excepto a las pocas que, como a mí, nos agradeciera con un diez el gesto de habernos diferenciado con un apellido real, de ser algo reconocible y humano en medio de la masa de mortificación en la que se transformaba el curso apenas ella descerrajaba su «Guan bía alubnas» para dar por comenzado el festival del atropello.

Tal vez nos quisiera, a pesar de nuestro canibalismo, y entonces fuera cierto que besaba nuestros nombres en el registro. O acaso fuera demasiado piadosa como para reaccionar con otra cosa que con amabilidad al invariable «soy puta» escrito con tiza a la espalda de su blusón de ‘franela’ oscura.

Si la orgía a su costa se disfrutaba a pleno, a pleno se silenciaba durante el resto de la mañana, como un mal sueño que señoritas de quince años del liceo no nos permitiéramos haber tenido.

Que el recuerdo de la señorita Pontorno me persiga y me dé pena y vergüenza es una confesión que me perdonarán. Un aula, dos pizarrones verdes, ventanales interminables, pisos de granito salpimentado, son recuerdo que a menudo puebla mis pesadillas. El escritorio de madera oscura al frente, las alumnas sentadas de dos en dos, los mapas en las paredes, las buzos de gimnasia colgando en la pared del fondo, el olor pubescente, el remolino de polleras durante el recreo, todo me acecha.

Vuelve como visión o memoria, y no entiendo cómo el mismo ámbito respetable, suspendido en la luz de la mañana, cómo el sol curvando el aula hasta el mediodía, agitado sin tregua por el polvo de tiza, cómo Sarmiento satisfecho de nuestra civilización de vincha y medias tres cuartos, digno y ominoso para la posteridad como nosotras mismas bajo la lechosa paz de su mirada, cómo los guardapolvos blancos y la escuadra de madera, cada cosa y todo podía violentarse, alienarse hasta no dejar traza de reconocimiento.

Incordio que germinó a contramano en una escuela ganada a la barbarie con ahínco de prócer, una escuela impoluta, correctamente intervenida contra el terrorismo, de cuyas paredes un portero penitente limpiaba todo rastro de mención barbárica, de lucha a muerte en grafitis, Rucci traidor, TripleA sos Lopez Rega, EVITA Volveré y seré y el cepillo devorando los millones con adorable diente de alambre, devolviendo toda la limpia nada que en la noche se revestiría de todo tremendo.

Ni esta prolijidad diariamente ganada a la muerte nos impedía afilar nuestros dientes de jabalí, posesas, sin saber por qué, cómo.

Ilusa o desesperada, la señorita Pontorno nos contó un día que se había lesionado el cerebro en un accidente de auto. Entonces todo fue peor, y los detalles nos hicieron impunes en la certeza, la libertad de una confirmación: la señorita Pontorno sólo veía sombras.

Reunidas en silencio monstruoso por única vez en el año, la vimos sacarse las gafas e iniciar la gimnasia ocular que le era imprescindible para enfocar un objeto. Obturando con una mano el pájaro caído que ya no le oficiaba para ver, esperó a que su único ojo vivo se desperezara en la comba ocular con timidez, mientras ella ayudaba a los curvos intentos orientando la cabeza a un lado y a otro. Navegando en perfecto equilibrio, el ojo bueno reconoció algo. Dichosa por la hazaña, señalando sonriente, dijo en su lengua propia que González era González. El tiempo que le llevó la maniobra fue infinito. La réplica del curso, inmediata. En el mismo momento de reconocer su ternura, le clavamos el ‘tenedor’ de la risotada.

Sin saber de nuestro lobo, jugábamos en el bosque.

Pero yo pregunté, como si supiera que la culpa me perseguiría, como si quisiera saber a quién estábamos matando. A veces las presas responden preguntas. Como era de esperar, la señorita Pontorno también respondió. Ilusa o desesperada, contestó. Otra vez el juego. A salvarse el que pudiera.

Si desandar el tiempo estuviera en mis manos para evitar una de las dos atrocidades, hubiera evitado la de preguntarle. Ahora es tarde, llevo las dos incrustadas y me producen asociaciones antojadizas.

Le pregunté por qué venía a trabajar, y no era inocente, yo no era inocente. Violaba la tregua del diez con mi voz de niña de seda, mis modales impecables implacables. Al antojo de la pregunta hubiera correspondido un bofetón, un reglazo, una amonestación o un rayo que me enseñara a callar a tiempo. Respondió aquélla frase tan extraña. No puedo repetirla, es mi clave escondida. Oscurecida por la cercanía de la muerte, la frase no tomó ningún otro sentido que el de la locura. Si me hubiera dicho «vengo a trabajar porque amo a los jóvenes», «vengo a trabajar porque necesito el dinero», «vengo a trabajar porque amo a la música», «tengo cinco hijos y no puedo darme el lujo de saber qué es la palabra orgullo», no me hubiera rondado como me ronda hasta ahora, con este dolor que puede pesarse, aquél mismo dolor.

Ahora no tiene sentido ni la frase ni mi historia, ahora no nos salva ni el delirio, y nos va quedando poco aire. Tampoco esperamos que vuelva Perón. O que Evita se haga millones. De ninguna manera esperamos un ‘recambio’, ni nada. O eso creo.

Sí, volvimos a reírnos de su contestación porque entonces creíamos que estábamos llenas de aire para siempre, para reír otra vez sin puntos ni aparte, derechito sin respirar hacia el futuro en el que me asaltan palabras e imágenes incongruentes, como cadáveres tirados al río desde un ‘catamarán’.

jueves, 10 de julio de 2008

Hilda y Manolo (Pilar Dublé Lain)

El murmullo de los durmientes hace cabecear a Hilda, hasta que finalmente se recuesta sobre el hombro laxo de su esposo. Minutos más tarde, despierta de sopetón, gritando.

—¡Manolo! —sacude al esposo por los hombros—. ¡Manolo!

El marido abre los ojos, la mira legañoso y se limpia con el pulgar la baba que le escurre por una comisura.

—Hilda, ¿pero qué…?

—¿Te acuerdas de los dos turcos que nos miraban en la estación? ¡Sé que subieron al tren!

—Mi amor… no seas tonta —mira por la ventana, fingiendo preocupación. Suponiendo que sea cierto, que no lo es y lo sabes porque los vimos quedarse en el andén cuando partimos, ¿qué podrían hacernos aquí? Además, pero… ¡qué va! Eso es en Estados Unidos: allí sí, los árabes son de Al Qaeda. Nuestros turcos son laboriosos, simpáticos, tienen tiendas de muebles y electrodomésticos, o zapaterías.

—¿Y por qué nos miraban tanto?

—Te miraban, Hilda. A ti. ¡Porque eres muy linda!

—Bueno —sonríe—, está bien.

—Anda, duerme que nos faltan dos horas de viaje.

Hilda vuelve a recostarse en el hombro de Manolo, pero sus ojos no se cierran de nuevo. Van a El Tocuyo, a ver una hacienda con ánimo de comprarla.

El tren finalmente se detiene, tras deslizarse lento en los últimos metros de riel. Vicente Corao, el dueño de la propiedad, los espera en la estación; agita la mano en un saludo ciego hacia las ventanillas opacas de polvo. Con la tez curtida y un blanco bigote que sonríe bajo el sombrero pelo´eguama, el hombrón es un espectáculo. Nada de apretones de mano: un par de abrazos y un vehículo rústico enorme y amarillo reciben a Hilda y a Manolo.

El viaje es corto y al rato ya están en los terrenos del ganadero. Diez mil millones pide por la hacienda, y está barata: potreros, campos de sorgo, vías de penetración, un estero monumental lleno de garzas y ribeteado de chigüires… un emporio. Los dos hombres conversan acerca de la posible venta, mientras Hilda guarda silencio y sonríe a ratos.

Llegan a la casa grande y Vicente ofrece a Hilda la oportunidad de refrescarse en el dormitorio destinado a la pareja. Los hombres se sientan en dos butacas mientras la mujer, precedida por una criada, penetra en la umbrosa y fresca casona. Un peón las sigue con las maletas color rojo vino.

La habitación tiene una enorme cama con un cobertor a cuadros. Las cortinas están cerradas, hay oscuridad y un runrún de aire acondicionado. Cuando los empleados la dejan sola se recuesta por un momento, para despertar sobresaltada de nuevo, después de un rato largo y sin saber bien dónde se encuentra. En la mesa de noche alguien muy silencioso ha puesto un vaso de jugo de guayaba con hielo. Ávida, se lo bebe hasta el fondo, y toma luego una ducha. Se pone unos jeans y camisa blanca.

Al abrir la puerta de la habitación escucha pasos que se alejan rápidamente, pero cuando sale al pasillo lo ve vacío. El ruido la orienta hacia el otro lado, donde los hombres ríen en la sala, achispados por el whisky.

—Hilda, llegaste a tiempo. ¿Quieres un whiskicito? Anda, tómate uno y nos acompañas luego a recorrer la hacienda.

La mujer asiente. Toma dos sorbos apenas de su vaso, pues está levemente mareada desde que empezó a vestirse. Mientras bebe, nota varias miradas indiscretas de Vicente, que le recorren el cuerpo mientras Manolo recarga su propio vaso.

Manolo se sienta y la charla sobre fertilizantes y tractores se reanuda, hasta que Vicente mira el reloj y después se golpea las rodillas y se pone de pie con brío.

—Bueno, queridos, vengan conmigo que les voy a presentar a Lucy.

Lejos de lo que pensaron, Lucy no es la esposa de Vicente, sino una estupenda yegua castaña que traen unos muchachos hasta la puerta de la casona. Precede a dos caballos más claros. En sendas monturas se adentran por uno de los caminos que parten de la casa; los hombres siguen conversando cuando, de golpe, alguien que parece ser un peón cruza a toda velocidad frente a la montura de Manolo, quien casi cae del caballo. Desaparece por el otro lado del camino, y una mirada hostil envuelve a Hilda desde los matorrales. Vicente gruñe una maldición y algo más que ella no comprende, pues desde hace rato siente un zumbido en los oídos. Manolo pregunta, y recibe respuesta de Vicente, entre carcajeos que parecen forzados.

El camino deja atrás la capa de asfalto y asciende, mientras los enormes samanes y apamates ralean y son sustituidos poco a poco por abrojos. Media hora más tarde los tres jinetes coronan una loma pelada, y el sol ya les pica en la espalda. Vicente reta a Manolo a una carrera, y los dos hombres salen raudos hacia una casita lejana. Hilda se queda atrás, muy atrás y cada vez más mareada.

Manolo llega primero a la casa. O más bien llega solo: Vicente no viene detrás de él. Sudoroso y jadeante, hace girar al caballo en círculos. Se pone la mano como visera: el camino está vacío, salvo por un tenue halo de polvo.

Se escuchan las voces del crepúsculo. Las garzas cruzan frente a él hacia el estero. En el centro del cielo chilla un gavilán.

Hilda grita.

viernes, 27 de junio de 2008

El ahogado del Sena (Eduardo Jauralde)

Primer accésit en el XI Certamen Literario "Cafe Compás de Valladolid - Memorial Rafael Martínez Sagarra"

Al principio no sentí miedo, sólo frío… (enlaza al relato pinchando aquí y luego, si quieres, puedes regresar y dejar tu comentario)