Con el pretexto del cafecito nos detenemos a estirar las piernas. Los tarantines brindan de día comida aromosa. Más tarde albergan amores mercenarios de negras espléndidas, carnes oscuras y lustrosas, el sudor les corre entre los pechos de chocolate. Proseguimos el viaje para atravesar cocotales elevados y largos, hasta que aparece la sierra de grises verticales, justo antes de la albufera bullente de pájaros y garzas. Al final la playa frente a islotes de coral, mar de verde naufragio, verde vidrio, azul flor y lavanda crudo al alcance del peñero.
Noches de cristal negro y estrellas vivas. Peyito, Jesús y Deyanira son del pueblo. Yurubí y Samira, las hermanas de Adelso, y yo, somos visitantes de cada Semana Santa, Agosto y Navidad. Entre cervezas echamos cuentos buenos de oír, mirando el mar color petróleo y escuchando boleros de tristezas añejas frente al malecón. Chismes, amores, juegos de palabras. La brisa permanente y dura de los alisios penetra, agosta, se lo lleva todo: la piel de la cara, la lasitud del fornicio, el paño festoneado que cubre el desayuno en la cocina, el calor de horno. Pienso con celos que embiste y atenta contra el pubis y los pechos de Deyanira, la más deseada.
Peyito cuenta cómo se fabrica la casa paraguanera, flexible, dócil, que se mueve y cimbrea bailando pegadito con el viento, para no desafiarlo. El viento se lo lleva todo, menos la casa paraguanera. Arrastra consigo hasta la paz de los sueños, pues el mar, con el fuete de la brisa, es estruendoso. Alguien grita desde un hotel: "¡¡Apaguen ese mar, coño, a ver si se duerme por fin!!". Yo estaba detrás, en el patio, con Deyanira. La besaba, pero no abrió para mí sus labios de meandros obscuros y dulces como el cacao caliente. Su cintura me recibe desnuda donde termina su camiseta corta. La abarco con las manos, meciéndola para amansar a la hembra, mis pulgares en su ombligo...
Jesús nos llamó entonces, mirando la lluvia que ya se iba. Dijo que era buena la noche para pescar jaibas y hacer una sopa humeante, que haría que los bobos descubrieran el agua tibia y que los lerdos escribieran odas a la guerra. Nos vamos hasta la albufera, apiñados en el carro, provistos de un tobo grande, optimista, palos en ristre y tapas de ventiladores para atrapar los animales y dejar el agua.
La Guardia Nacional cuida la reserva, y a veces se ponen brutos. Ocultamos el carro entre árboles muertos, que hablan del límite en la última inundación. Estaba presente la gran luna, amiga de Jesús, que no sale a pescar sin ella: "la luna no bebe, pero alumbra, y nos sigue por la izquierda, calladita", dice. Agazapados todos, asombrados los novatos, caminamos mucho, hasta el fondo del fondo. La albufera es un laberinto de sinuosas lagunas que confluyen, crecidas por la lluvia y revueltas, llenas de insectos y claroscuro de luna. Amasando la arena y el agua, los pasos rebotan en el silencio. Bajos donde nos hundimos entre risas tontas hasta los muslos. Grupos de árboles sumergidos y fantasmales cobijan bandadas de flamingos, juntos y quietos, con ojos que brillan de desconfianza.
Jesús nos hace señas y seguimos hasta un sitio despejado, con fuerte olor a pescado muerto. Hay hambre y gula. Nos sentimos torpes, amedrentados además, pues las jaibas están armadas, son ágiles como monos y plantan cara. Eso como que no lo sabe Jesús, o no lo dijo. Habla poco. Entre el barro y el agua revuelta, no se ven pero se sienten. Rozan, reptan, duras y agudas sobre los pies desnudos. Una de ellas se prende a mi pié derecho. El dolor me quema. Pateo y bramo desesperado, aunque Deyanira se ría de mí. Cobarde, me dicen. El cangrejo que me tortura sale despedido y cae el en la arena del borde. Ahora saben porqué grito: es enorme. Se recobra, se alza y me mira. Goliat me mira. Los ojos le salen punzantes, negros, oblongos, de las cuencas que los alojan en la calma.
Esgrime sus macanas, al tiempo que estira las patas y se pone como de puntillas para parecer mayor. Me acerco para vengar el dedo que sangra y mi honor, el ansia retaliadora proporcional a la longitud del palo, que si fuera corto, me lo pienso más. Golpeo repetidamente hasta dejarlo inmóvil y abierto como una mano.
Aprendimos luego a hacerlo con más gracia y menos aspavientos. Y llenamos el tobo. El regreso es largo y silencioso. Ahora es cuando nos pueden pescar a nosotros delinquiendo y la carga pesa un horror.
Ya en la cocina, con limones hacemos un festín jugoso y punzante. Partimos las macanas con las muelas, y queda un huso de carne nacarada, tersa y dulzona...
Jesús nos deja saber su sentir:
—Soy un cazador, asesino y caníbal. Igual que la jaiba azul.
—¿Caníbal? ¿Se devoran entre ellas?
—...más o menos.
La carne que obtuve con esfuerzo llena mis sentidos. Oigo cada macana romperse, veo mis dedos que la desmembran, huelo y saboreo su carne. A Goliat en particular le palpo las púas que se clavaron en mi dedo tumefacto. Me gusta pensar mientras mastico los músculos que usó para herirme, que aún está en cierto modo vivo, sólo para mí. Lo dejo caer en la olla donde hierven los otros cangrejos junto con cabezas de pargo, ñame, ocumo grumoso y ají dulce.
Al terminar con las macanas, nos servimos y se concretó la promesa: una sopa mágica. Para oler y mirar, tanto como para comer. En mi plato, Goliat me afronta de nuevo con ojos opacos. Nadie me lo disputó. Saben que es asunto personal.
Dos días después llovió sin parar durante catorce horas. Nos quedamos cada quien en su casa. En el patio cubierto vecino a la mía rezan el rosario en grupo. Voces que se mecen, lluvia que adormece. El viento se ha detenido por algún motivo inexplicable. El calor es intolerable. Exudamos un sudor persistente y denso que es como moverse sumergido en miel tibia. Hasta el vidrio es pegajoso en las ventanas cerradas. Se va la luz y encendemos tres velas. El calor entonces aumenta y se hace sólido en torno a las llamitas.
En la madrugada, Nolito casi tumba la puerta a golpes de puño. Perdió en estas horas esa sensualidad de tritón que llega apartando las olas, altivo dios negro del peñero que en sordina me disputa a Deyanira. Trae noticias atropelladas, al final de la cadena del boca en boca: inundación. Arrastró varias casas, la de Don Peyo, el padre de Peyito, también. Cadáveres rescatados desde los filtros agudos del coral en los islotes. Desastre. El agua se llevó muchas cosas. Por eso se detuvo el viento. No quiere culpas.
También se desmigajó, como de galleta, un tramo de la vía que rodea la albufera. Por allí se precipitó un automóvil. Encontraron dos cadáveres sentados aún, con el agua al pecho. Estaban cubiertos de jaibas azules, que se alimentaban.