viernes, 8 de mayo de 2009

La plaga (Lila Daviña)

El hombre salió al jardín. La linterna iluminó el cuadrado de césped y las matas de flores pegadas al tapial. Después de la muerte de su mujer, era él, Alfonso Romero, notario jubilado, quien se encargaba de cuidar las plantas y de proteger los rosales del ataque de las hormigas.

La vio de pronto explorar el terreno con sus antenas dispuesta a saltar: las alas cerradas que se abrieron en hélices batientes y veloces en el aire fresco de la noche. Después, esas mandíbulas insaciables devorarían alguna de sus plantas.

Alumbró los arbustos y los canteros, pero ya no estaba a la vista. Sintió temor: si había una, seguramente otras aparecerían a la brevedad.

Miró una vez más el jardín, entró a la casa por la puerta trasera, que crujía y, como tantas veces, se prometió aceitarla. La cocina estaba en orden; por costumbre se aseguró de que la llave del gas quedara cerrada y recién entonces subió las escaleras. Arrastraba los pies en deformadas zapatillas de paño. Con un leve jadeo ingresó al dormitorio y descalzo entró a la cama vacía. Tanteó la perilla del velador y apagó la luz.

El perfume de las rosas entraba por la ventana.

Esa noche durmió poco y mal.

Se sentía viejo y cansado. Se sentía solo.

A la mañana siguiente lo despertaron risas en la casa de al lado. Desde el piso alto veía o, mejor dicho, adivinaba las siluetas de la pareja joven y de la niñita de moño azul.

Su esposa los había querido y a veces les llevaba torta de limón; así era su mujer, amable y generosa aunque él siempre le reprochaba un poco la curiosidad. Alfonso Romero simpatizaba con esos jóvenes vitales que, sin embargo se mostraban poco comunicativos con la gente del barrio; tenían una biblioteca hecha de cajones: las maderas endebles se arqueaban bajo el peso de los libros. Su propia estantería no era lujosa pero las tablas de roble resistían el mundo de los clásicos y las novelas de amor de su mujer. En una charla, a raíz de la devolución de un texto que le había prestado, el muchacho expresó su admiración ante los estantes colmados y agregó que ellos hacían bibliotecas con cajones de manzanas, porque eran baratos y fáciles de desarmar. Y agregó: "Nos mudamos seguido".

No preguntó por qué –no era curioso-. Sabía que a menudo recibían amigos y leían apuntes que él no alcanzaba a oír, pero desde la planta alta los veía discutir con vehemencia o reír en forma despreocupada. Eran jóvenes de vaqueros, muchachas de pelo largo. Estudiantes, sin duda. Desenvueltos, vivaces. Él mismo se sentía menos achacoso al mirarlos; se acordaba de sus épocas de reuniones anarquistas con una oscura nostalgia; cuando todavía tenía preocupaciones sociales, antes de que los rituales de expedientes y escrituras firmadas le fatigaran el alma.

En ocasiones se oían rasguitos de guitarras y el mate pasaba de mano en mano.

Recordó que unas semanas antes tres muchachos habían entrado cajas grandes de cartón; era de madrugada y como siempre que lo acosaba el insomnio se levantaba a oscuras a mirar el jardín y los alrededores. Le llamó la atención la hora, el sigilo de los visitantes, la puerta que se abría y cerraba de inmediato. Ese día y el siguiente, las persianas permanecieron bajas y no oyó risas ni música. Después todo siguió igual; él no los veía con la antigua frecuencia de cuando su mujer horneaba tortas de limón y les llevaba una en el plato azul de loza, tibia aún y cubierta con la servilleta blanca.

Movió la mano como si ese pequeño gesto bastara para espantar los recuerdos y salió como de costumbre a hacer las compras mínimas: un litro de leche, yogur, un bife, verduras para el caldo.

El barrio estaba como siempre: casas de una y dos plantas, verjas bajas de hierro o madera, jardines pequeños… El otoño se demoraba y no se veía el vaivén de las escobas amontonando las hojas amarillas de los fresnos.

Entonces descubrió al hombre que caminaba por la vereda tranquila. No era de de esa zona , podría asegurarlo, y su andar le causó temor: una mezcla paradójica de cautela y depredación. Nunca vienen solos, se dijo, pero apartó el pensamiento amenazante y entró al mercadito donde un olor a verdura fresca, a duraznos maduros, a salchichas (que tenía prohibido comer) y a pan tibio le endulzó el alma.

Al regresar, su rutina fue la misma: rutina de un hombre solo. Burbujeaba el caldo en la olla de aluminio; crespa y verde, la lechuga adornaba el plato con el tomate en gajos.

Comió y no quiso salir al jardín. Pasó la tarde entre sus libros y encendió el televisor para oír las noticias de siempre. Nunca dicen todo ni lo más importante, pensó al mismo tiempo que recordaba la caminata por el barrio y la sensación de ser vigilado. Movió la mano y agitó la cabeza como si esos gestos mínimos bastaran para ocultar la desazón agazapada.

Sin que se diera cuenta llegó la noche y con ella la recorrida por el patio. No llevaba la linterna. Quizá por eso sintió que no estaba solo: hojas susurrantes, un aroma de miedo en la rosa blanca trepadora, un sudor viscoso en el diegodenoche.

Con recelo abrió la puerta y la cerró después con cuidado; subió las escaleras, pero no prendió la luz del dormitorio.

A oscuras, de pie frente a la ventana los vio. A veces, ahora más senil, piensa que imaginó la escena, pero algo le dice que no. Fue el ruido de sillas arrastradas y la mesa volcada, una bota que pateaba libros caídos de la endeble biblioteca agonizante. Vio las entrañas de los almohadones apuñalados: espuma blanca en un infierno absurdamente infinito. Supo que lo que él no había querido oír, las voces clandestinas que murmuraban secuestros y allanamientos eran una certeza: de un lado las bombas caseras, la dinamita robada, los panfletos; del otro, las torturas y cigarrillos encendidos sobre cuerpos adolescentes, la picana en los genitales, las capuchas y los ahogos.

Todo eso miró y pensó. Se vio a sí mismo, una piedra callada y mojada por una orina tibia y olorosa a miedo.

No vio a la pareja ni a la niña. En el suelo, entre páginas desgarradas, la cinta azul.

Las voces se alejaron y un motor se puso en marcha. Después, el silencio.

Se acostó tiritando y mojado de su propio espanto entre las sábanas frías sin mover las manos para espantar tanto horror.

Supo lo que encontraría en el jardín cuando amaneciera. La plaga de langostas había devorado sus plantas. Tres pétalos de una rosa roída se agitaban blancos en una inútil despedida.

2 comentarios:

Goibelurra dijo...

Vaya, qué historia más dura, menuda metáfora. Buena historia y en mi opinión, buena forma de plasmar el horror de una sangrienta época sin caer en el adorno fácil recargado de detalles morbosos.

He llegado hasta vosotros a través del anuncio de misanuncios.es. Con vuestro permiso, volveré.

goibelurra dijo...

Perdón, no me di cuenta y la dirección que puse es de otro blog que no tiene que ver con literatura. Mi sitio donde escribo pequeños relatos y poemas es esta dirección

www.goibelurra.spaces.live.com