jueves, 27 de septiembre de 2007

La vendedora de corbatas (Eduardo Jauralde)

Anabel ordenaba camisas. Unas camisas de lino crudo que costaban la hostia de caras. Ella nunca podría comprar una así para regalársela a su chico, entre otras cosas porque no lo tenía. Los tíos se echaban para atrás cuando ella se les arrimaba, como si fuera a devorarlos. Colocaba las prendas por tallas y colores en un carrusel, a la entrada de la tienda, casi cortando el paso a los clientes que llegaban. El idiota del dueño creía que poniéndolas así, tan a la vista, se venderían mejor.

Pasó un chaval por la acera de enfrente, a la sombra a aquella hora de la tarde. Pasó despacio y miró la puerta de la tienda abierta. Al otro lado de la puerta estaba ella. ¿Y a mí por qué me mirará ese tío?

Tres minutos más tarde (el tiempo que necesitó para ir hasta el final de la calle y regresar) lo volvió a ver pasar, obviamente en sentido contrario, hacia la plaza. Llegaba por el centro de la calle, a pleno sol. Anabel se fijó en su pelo, espeso, abundante. Tenía que ser superguay acariciar ese pelo. Seguramente se lo lavaba con algún champú vitaminado de los que anunciaban por televisión: cerró los ojos y vio el culo del tío bajo la ducha, envuelto en vapor. El anuncio decía el cabello. En la calle, el sol le arrancaba destellos azules, de un esplendor catódico.

Entró y se quedó parado nada más traspasar el umbral; como si le hubiera cegado la penumbra, pensó Anabel. Luego se fue derecho al renglón de las corbatas. Se quedó mirándolas sin decidirse a tocarlas.

Anabel dejó el tinglado de las camisas y se le acercó por detrás. Soy una pantera: lo voy a devorar. Imaginó varias posibilidades antes de darle el bocado definitivo, el mordisco en la nuca o en la yugular: acariciarle el pelo, rodearle la cintura con los brazos, pegar su vientre contra esas nalgas que había imaginado desnudas mientras se champuinaba el cabello. El idiota del dueño le tenía muy advertido que lo normal era saludar y luego ¿qué desea usted, caballero? Pero Anabel era rebelde: «Para qué va a ser», preguntó sin saludar. El chaval se volvió: «Para ponérmela, no querrás que me ahorque con ella, tía» A Anabel le entró una risa irrefrenable. «Que para qué ceremonia: boda, funeral, toma de posesión, examen, primera comunión ya no, ¿verdad? Según para donde vayas con ella yo te aconsejo cómo tiene que ser». Era para una entrevista profesional. Anabel rebuscó con las dos manos. «Ponte ésta. Da mucha personalidad. ¿Sabes hacerte el nudo?» No sabía. Era la primera vez. Anabel no se lo podía creer. «¿De verdad que es la primera vez? ¿Con ese pelo? Ven para el probador. Ya verás cómo yo te enseño».

jueves, 20 de septiembre de 2007

Amores virtuales (Javier Luque)

1

Clara sale de la piscina, sacude la cabeza, se acerca a la tumbona de teca y cubre su desnudez con el albornoz. Dentro de la casa, sentado, atento a la pantalla plana del ordenador, Braulio no le presta atención.

—¿Qué haces?

—Quedo con Enrique.

Braulio contesta distraído, sin dejar de teclear. Las letras se van dibujando en un rectángulo. Cada pocos renglones, él envía y espera a que un sordo pitido le anuncie la respuesta.

—¿No sería mejor por teléfono? No me fío de ese rollo del Messenger.

—Yo tampoco. Me llamará cuando esté llegando y yo iré a buscarlo.

—¿Adónde?

—Al bar de la gasolinera.

—¿Vendrá solo?

—Sí, no tiene pareja.

—¿Y le has creído?

—Parece sincero, pero tampoco me queda otro remedio.

—Prefiero las parejas.

Braulio piensa que ésa es la cantinela de siempre, pero no dice nada, se limita a mirar a Clara.

—¿Te parece mal?

—No, pero esto es lo que hay. Seguro que él está dispuesto a jugar a lo que tú quieras.

—Sí, siempre estáis dispuestos, para todas, y luego pasa lo que pasa.

Clara mira a un lugar indefinido, como si señalara. Su pelo chispea iluminado por el sol poniente. Braulio se vuelve hacía ella y se olvida del teclado y la pantalla. A los lejos, el mar es una inmensa llanura velada de bruma que nace en la misma superficie de la piscina. En la distancia, suena un claxon.

—Me gusta este sitio. —Braulio mira detrás de una Clara transparente—. Me va a doler marcharme.

—Tampoco a mí me apetece tanto cambio, qué le vamos a hacer.

—¿No te aburre?

Como respuesta, Clara se encoge de hombros, se gira y camina en dirección a la escalera que asciende desde un extremo del salón.

—Más te aburriría aguantar al jefe en la oficina cada día. O en la obra.

Clara ya ha subido dos o tres peldaños, y las palabras le llegan a Braulio como si fueran las de una lejana conciencia. Braulio la sigue con la mirada. Cuando ella desaparece en su ascenso, él se vuelve hacia la pantalla, que acaba de emitir un nuevo pitido.

2

—¿Enrique?

—Sí, imagino que tú eres Braulio.

—Encantado. —Se estrechan las manos—. Disculpa la duda, pero es que en la foto parecías distinto.

—¿Peor?

—No, sólo diferente.

—¿Quieres tomar algo o prefieres que nos vayamos ya?

—Me tomaré una cerveza.

Enrique levanta el brazo. El camarero se acerca con desgana. Sin decir nada, se para frente a ellos.

—Dos cervezas —pide después de apurar de un trago la que tenía a medias—. ¿Nos sentamos?

—Sí, mejor.

Los dos hombres se sientan a una de las pequeñas mesas, junto a la cristalera. Afuera, los coches repostan gasolina en un desfile disciplinado que no parece tener fin. Un poco más allá, las luces de las farolas iluminan los parterres que bordean la calle y los faros dibujan el ir y venir de los vehículos.

Braulio mira por la ventana. Una mujer joven desciende de un Audi. El empleado de la gasolinera se aproxima. Mientras ellos mismos se sirven el combustible, los demás clientes miran entre envidiosos y lascivos el cuerpo bien formado de la joven y los muslos que la minifalda deja a la vista. Todos son hombres.

—Bueno, tú dirás —dice Enrique.

El camarero se acerca y deja dos vasos y dos botellas de cerveza sobre la mesa, no se molesta en servir la bebida.

—Espero que no te importe, pero prefiero conocer personalmente a los contactos antes de ir a casa.

—No, no me disgusta; hay gente muy rara, te entiendo.

Braulio sirve las cervezas de ambos.

—¿Has tenido buen viaje?

—Sí, no son demasiados kilómetros y ya conocía la zona.

—¿Tienes mucha experiencia?

—¿En los viajes? —Enrique sonríe—. La verdad es que no, sólo otra vez; un matrimonio inglés que estaba de paso, de vacaciones. Un hombre solo lo tiene más complicado. ¿Y vosotros?

—Alguna, pero no te vayas a creer; somos muy selectivos. ¿A qué te dedicas?

Enrique duda, sin contestar, bebe un trago de cerveza.

—Disculpa, entiendo que quieras discreción; es que como me dijiste que viajabas mucho...

—Tengo negocios.

Ahora es Braulio el que bebe antes de preguntar.

—¿De verdad eres…? —Braulio mira a Enrique a los ojos, pero duda que palabra elegir.

—¿Bisexual...? Claro, ¿por qué iba a habértelo dicho si no? ¿Hay algún problema?

—No, no, al contrario, me gustas y no quiero hacerme ilusiones y que luego… Más de uno lo dice porque así le parece más fácil.

—¿Y qué hacen después?

Braulio no contesta. Da un nuevo trago y pregunta:

—¿Desde cuándo no tienes pareja?

—Hace bastante, un divorcio me pareció suficiente. Me he vuelto cómodo, no quiero compromisos y la liturgia de ligar me aburre. Al menos esto de Internet… Pero bueno, no creo que te apetezca malgastar el fin de semana convertido en mi paño de lágrimas.

Los dos hombres vierten en sus vasos la cerveza que resta en las botellas y beben en silencio.

—¿Has cenado? —pregunta Braulio.

—No, imaginé que os apetecería que tomásemos algo juntos.

—Clara tiene preparada cena. Se me olvidó avisarte y ya temía que tendrías que comer dos veces; ella no iba a consentir otra cosa. —Sonríe—. ¿Vamos?

Braulio se levanta de la silla.

—¿He pasado el examen?

Los dos ríen y se acercan de nuevo a la barra. Enrique se echa mano al bolsillo.

—Deja, ya pago yo, tú eres el invitado.

Braulio pone un billete de cinco euros sobre la barra, el camarero lo coge y se aleja en dirección a la registradora. Los dos hombres caminan hacia la puerta sin esperar el cambio. Afuera, el desfile en los surtidores continúa.

—¿Has traído coche? —pregunta Enrique.

—Sí, pero, si no te importa, lo dejo aquí y vamos en el tuyo, así no te pierdes. Ya lo recogeré cuando te vayas.

La noche es cálida, las estrellas denuncian un cielo despejado. Enrique encabeza la marcha, a los poco metros, activa el mando a distancia y las luces interiores de un BMW azul oscuro obedecen encendiéndose al tiempo que se desbloquean las puertas.

Los dos se suben en silencio. En el gesto de abrocharse el cinturón de seguridad, sus cabezas se acercan. Por un instante, ambos se contemplan iluminados por la lejana luz de las farolas. Se besan.

3

East of the sun and west of the moon. We'll build a dream house of love, dear

La voz de Diana Krall llega desde ambos extremos de la librería. Clara ha descendido por la escalera y busca con la mirada. Lleva un vestido de gasa sujeto por dos tiras a los hombros, más provocador que el cuerpo que apenas cubre.

La cabeza de Enrique aparece por encima del respaldo de uno de los sofás del salón. Mientras se pone en pie, mira a Clara y, azorado, se recompone el atuendo; se abrocha varios botones de la camisa blanca y se sacude el pantalón vaquero como si pretendiera planchar sus pliegues. Unos segundos después, es Braulio el que queda a la vista.

—Como tardabas… —dice mientras se abrocha el cinturón.

Clara no dice nada, se limita a acercarse a Enrique.

—Enrique, supongo. —Sonríe y le ofrece la mejilla.

Enrique la besa y ella con un movimiento rápido hace que, en lugar de la mejilla, él encuentre su boca.

—Hum, qué habrás estado comiendo… ¿No te irás a ruborizar?

Enrique la examina con detenimiento, casi con descaro, pero sin que su voluntad intervenga en lo que hace. Clara sonríe.

Los tres se aproximan a una mesa, ya colocada para la cena. En una hielera, se enfría una botella de cava. A su lado, un cuenco de caviar reposa sobre un lecho de hielo y una fuente con canapés completa las viandas.

—¿Os apetece que tomemos primero algo? De segundo he preparado un pastel frío de atún; así no tenía que andar pendiente de la cocina.

La cara de Clara compone una mueca pícara. Braulio descorcha la botella y sirve las copas.

—Por una noche inolvidable —dice Enrique al tiempo que levanta la copa.

Clara intercambia una mirada con Braulio y los dos se unen al brindis. Acompañados por la música de fondo y sin dejar de observarse, los tres comen y beben en silencio.

—¿Alguien me ayuda a traer el resto de la comida a la mesa?

Braulio hace ademán de levantarse, pero Enrique se le adelanta y pone una mano sobre su hombro.

—Deja, ya voy yo.

Clara camina delante y Enrique la sigue con los ojos clavados en el armonioso balanceo de las nalgas de la mujer. Cuando entran en la cocina, Clara se gira con rapidez y acorrala a Enrique contra la pared. Se besan, las manos de uno y otro buscan la intimidad del compañero con ansiedad. El vestido de Clara asciende por las piernas hasta delatar la ausencia de lencería bajo él. Enrique se agacha en busca de aquella piel morena carente de vello.

4

Clara sale de la piscina, sacude la cabeza y se acuesta a tomar el sol desnuda sobre una tumbona. Al fondo un velero se mece anclado en la pequeña ensenada. El jardín parece prolongarse en una densa pinada inabarcable y la piscina da la sensación de derramarse sobre el mar. Desde el interior de la casa, llega como un rumor la música de bandoneón de Oda para un hippie.

—¿Estás seguro de que nadie aparecerá de repente?

Clara habla sin mirar a Braulio que ha salido por las grandes correderas del salón y está de pie cerca de la tumbona. Va descalzo, el torso desnudo y viste unos tejanos blancos.

—Este sitio es magnífico —continúa ella— y no me apetece tener que mudarme a toda prisa, como la última vez; a escape y sin haber disfrutado a mi gusto de los favores de Enrique. Para una vez que me encuentras un buen amante…

—Yo no tuve la culpa.

—Ya, nunca la tienes.

—¿Cómo quieres que supiera que el tipo se la estaba pegando a su mujer?

—Pues tampoco es tan raro.

—Claro, y supongo que también tenía que adivinar que ella se iba a presentar en la casa.

—Querido, ella no se presentó en la casa, volvió a su casa después del trabajo. ¿Qué iba a hacer, mudarse para no causarnos problemas?

—El peligro forma parte del juego. Según tú, es la salsa de la vida; una cura contra el aburrimiento. Además, yo solucioné el problema, ¿no? Lo congelé.

Braulio sonríe para sí, divertido de su propio chiste. Clara sigue tumbada sin mirarle. Mientras ambos callan, Braulio observa el ritmo acompasado con que los pechos de ella ascienden y descienden con cada respiración.

—Y no me jodas, que fuiste tú quien le dejaste a Enrique ir a buscar el helado del postre.

—Sí, pero yo le dije que estaba en el congelador de la derecha e imaginaba que tú habías vuelto a cerrar el otro con llave.

—Anda, no te quejes. Por lo menos no me dirás que Enrique carecía de gusto; la casa es de las mejores que nos hemos trabajado.

Mientras habla, Braulio se agacha y acaricia con delicadeza un pezón de la mujer.

—Venga, Clara, no te enfades; sabré cómo compensarte.