sábado, 22 de diciembre de 2007

Retorno eterno (Javier Luque)

Accésit en el I Certamen internacional de “Cuentos de Navidad” del Círculo de Amistad XII de Enero

[1]

«Ya ha vuelto».

No sé si pronuncio la frase en voz alta. La luz de mil bombillas dibuja un gigantesco árbol de Navidad sobre la fachada del centro comercial y yo, de regreso a casa desde el aeropuerto, paso por delante en ese preciso momento. En el momento en que un desconocido, hombre o máquina, activa el interruptor de encendido, de las bombillas y de mi desazón.

—Parece que ya está aquí la Navidad.

El taxista no me ha adivinado el pensamiento, la suya es la respuesta lógica ante el alarde luminoso. Sin contestar, observo a la gente que sale por la puerta del centro comercial cargada de bolsas. Una densa humareda blanca asciende desde el puesto de castañas asadas improvisado al pie de las escaleras de acceso. Con sincronismo impremeditado, media docena de paraguas se abren. Gruesas gotas de lluvia se estrellan contra el parabrisas y de inmediato se convierten en una cortina de agua.

—Por desgracia.

—¿Qué?

—Que por desgracia ya estamos en Navidad.

—¿No le gustan las fiestas?

—No.

Me parece que el taxista va a replicar; espero la respuesta, me alegro de que no la haya.

—¡A ver si te aclaras!

El coche de delante gira a la derecha mientras el intermitente de la izquierda parpadea formando un extraño arco iris entrecortado. Al sobrepasarle, el taxista hace sonar el claxon.

—La verdad, un poco pronto para villancicos sí que es, aún falta más de un mes.

—Sí, además eso.

El taxista se gira y nuestras miradas se cruzan, imagino que busca en mi cara algún signo de ironía que me devuelva su respeto, no lo encuentra. Ninguno de los dos decimos nada. El golpeteo de la lluvia sobre el techo resuena en el interior del vehículo. La luz del semáforo ante el que estamos detenidos cambia a verde.

[2]

Casi vacíos, los últimos platos salpican la mesa. Dos centros cuajados de flores crasas y frutas acrecientan la sensación de derrota de un regimiento de copas sucias, repartidas sin orden aparente sobre el mantel sarpullido de manchas. Las voces beodas luchan contra la música ambiente.

—¿Ya te vas?

—Sí, me esperan en casa —miento.

—¿No vas a venir a tomar una…?

El jefe de administración se acerca y María no concluye la pregunta. Hasta ahora no me he dado cuenta de lo bien que le sienta el vestido.

«¿Y si su proposición esconde algo más que cariñosa lástima?».

—Venga, venid, que van a hacer una foto de todo el grupo.

Nos dejamos arrastrar por él hasta el centro del comedor. Una docena de compañeros se arremolinan frente a un tipo cargado con una aparatosa cámara de fotos. Durante el resto del año varios de ellos no se hablan. A mí, más de la mitad me odian. Es probable que mañana, durante la comida, comenten con su pareja el ridículo que unos u otros hicimos tras las dos primeras copas de vino. Ahora sonríen para la foto. No recuerdo al fotógrafo, no le he visto entrar ni le conozco. María se pone a mi lado, desde su pelo me llega un olor dulzón que supongo pertenece a su perfume.

Dos fogonazos de flash más tarde y muchos abrazos ebrios después, salgo del restaurante perseguido por la mirada conmiserativa de María y por la frase que desde hace semanas más veces oigo al cabo del día: feliz Navidad. La calle está llena de gente. Guirnaldas luminosas la atraviesan suspendidas de cada farola. En la plaza, sobre el césped, tres incongruentes renos de alambre pintado de blanco simulan pastar. Al pasar junto a la parada, decido coger el tranvía.

—Feliz Navidad, señorito, una ayuda. Tenemos hambre.

Por un instante, me quedó mirándola. No estoy seguro, parece que es la misma mujer que mendiga cada día al lado de la oficina. Quizá me equivoque, todas parecen iguales, sentadas en el suelo, las ropas raídas, un pañuelo en la cabeza, y el imprescindible niño en los brazos: inmóvil, aletargado en el regazo de la mujer que posiblemente no es su madre.

—Por favor, señorito, tenemos hambre. Es Navidad.

La voz suplicante, cansina, busca conmover, pero a mí me molesta. Me fijo en el niño y percibo como si sus pequeños ojos se clavaran en mí. Siento una punzada de desasosiego, no puedo resistirme y dejo unas monedas en la mano de la mujer.

El tranvía se acerca haciendo sonar la campana. Me subo. Mientras arranca y yo busco en la cartera el bono para pagar el viaje, pienso en mi instante de flaqueza.

«Así sólo lograremos que vengan más».

[3]

La explosión de un petardo hace ladrar a los perros. Me asomo al jardín. Me fijo en la tira de bombillas de colores enrollada en la barandilla de la terraza que tengo enfrente. Al mismo ritmo de su intermitencia, de ellas se escapan en un bucle inacabable las notas de Noche de paz con el torpe compás con que un niño interpretaría la canción en un órgano eléctrico de juguete.

Regreso dentro. En mi salón nada, salvo los anuncios que aparecen sin descanso en el televisor, recuerda la Navidad. Mientra busco el mando a distancia del televisor para acabar con aquello, suena el timbre del teléfono. Leo el número desde el que llaman. Es mi hija.

—Dígame.

—Hola, papá. Feliz Navidad.

—¿Qué tal estáis?

—Bien, ¿y tú?

—Bien.

—¿Estás solo?

—Sí, claro, aquí no vive nadie más. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Con quién quieres que esté?

—Pues no sé, con unos amigos, con cualquiera. Lo que te pregunto es si vas a cenar, o pasarás esta noche con alguien. No se si lo sabrás, pero es Nochebuena.

—Ya me había enterado. No veo necesario el sarcasmo.

—Oye, si no tienes ganas de hablar, cuelgo.

—Venga, no nos enfademos… Ya sé que te hacía ilusión que pasáramos la Navidad todos juntos en París, con vosotros. No ha podido ser, qué le vamos a hacer… ¿Ha llegado ya tu madre?

—Sí, llegaron ayer… Eduardo y ella.

—Ya.

—Está muy bien, hasta diría que se la ve más joven. Me dice que te dé un beso de su parte.

—Ya.

—Entonces qué, ¿vas a cenar solo o estarás con alguien?

—Rosalía me ha invitado a cenar en su hotel.

—Dale un abrazo... Es buena gente.

—Claro, se lo daré.

—Bueno, te dejo que estamos preparando la cena.

—Sí, yo también tengo que preparar… prepararme para ir a cenar.

—Pues feliz Navidad.

—Igualmente, hija. Saluda a tu marido de mi parte… ¿Y la nena?

—Está jugando con mamá, dice que la ayuda a hacer la cena. ¿Quieres que se ponga?

—No hace falta, déjala que juegue. Dale un beso de mi parte.

—Claro. Pedro te devuelve el saludo. Feliz Navidad.

—Feliz Navidad.

Dejo el teléfono sobre la mesa. En la televisión suena el himno nacional. Me olvido del mando a distancia y camino a la cocina. Saco una lata de espárragos de la despensa. La pongo en la mesa de la cocina. De un cajón, cojo un tenedor, un cuchillo y la servilleta; y un vaso de la vitrina que hay encima. Abro la nevera. Voy a sacar el filete que dejé descongelándose. Cambio de idea, no me apetece. Me decido por una cerveza, un bote de mayonesa y un paquete de lonchas de jamón serrano. Cuando me siento a la mesa, la voz del rey me llega apagada desde el salón.

domingo, 14 de octubre de 2007

Caracas de mis amores (Pilar Dublé Lain)

1

Verano

“Use la pasarela” dice el letrerito, muy tieso él. Lo que no dice es que la escalera se la llevó un autobús hace tiempo y no se puede subir y menos bajar. Pasarela sin escalera, qué jodedera.

Otro, brochazos de azul en la pared: “Orine en la alcantarilla, por favor” a la salida del metro de Parque Carabobo. Una súplica. En la alcantarilla, seca por el verano, ¿hiede menos? Caracas corrompe el olfato.

A la puerta de una cancha, uno más: “El Depolte aleja la Elincuencia”. Buenas intenciones, poca escuela.

Jefatura de La Candelaria, a buscar mi partida de nacimiento. Lunes, primer día. Dan cuarenta números, y hay que llevar impreso el texto de la partida de nacimiento en papel sellado, más la coletilla del Jefe Civil que firma. Ellos no lo hacen.

Compra papel sellado oficial a una buhonera: “Lleva más, mija, para otra necesidad. Son a mil”. Imprimen en una oficina cercana. El texto de la partida vieja, la nota marginal, la coletilla... y entonces no cabe. Modifica márgenes, imprime. No quedaron calzadas las líneas del texto con las del papel. Imprime otra vez, y otra, y se fue al carajo todo el papel sellado. Compra más. “Te lo dije, mija”.

Paga en el banco. La planillita sellada es el signo de esclavitud al Fisco. ¿Qué hace esta gente con el dinero? Ni siquiera están limpias las calles.

Martes, segundo día, a las seis de la mañana en la plaza adyacente y por ocho números no llegaste a los cuarenta.

Vuelve el miércoles, tercer día, a las cinco y media. La plaza está oscura, llena de gente y aún no hiede. Empieza a apestar una hora más tarde, cuando el sol calienta los sedimentos de orina y otros productos de la ebriedad. Abren a las ocho, y son noventa minutos con la respiración cortica. Café y más café, que vende en termos rojos y blancos un señor. Aromático, caliente y dulce, amortigua la hedentina, el sueño y el fastidio. Por fin entro a las oficinas, entrego los papeles y salgo libre. Claro, mañana jueves, cuarto día, hay que regresar a buscarla, rezando para que esté bien sellada y bien firmada.

Buhoneros en doble fila, no hay por dónde pasar. “¡Compre hoy, que sube el dólar y mañana es más caro!”

Hombres que mendigan, mujeres pordioseras. Niños que ya no son futuro.

Paso de ladito frente a los kioskos, para no ver los titulares de los periódicos, que me dejan temblorosa. Estridentes, en grandes letras, colorines, procaces algunos, rugen malas noticias: la economía cae, violencia y deterioro aumentado, creciendo, sube y sube. Nos llega a la boca. Crímenes repulsivos. Una señora comenta, mirando la imagen cadavérica de un aborrecido político: “¡Ay, pobrecito ese señor... se murió y no se ha dado cuenta!”

2

Invierno

Al menos una tiene carro y casa. Aunque no haya empleo, es un consuelo saber que no te van a sacar a la calle por no pagar el alquiler. Me doy el único goce que es casi gratis, aparte de la televisión y de mirar el paisaje por la ventana: salgo a dar una vuelta y escuchar música. Ya en la autopista, diviso la obra de Soto. La que fue esfera virtual creada en naranja soberbio, es ahora un virtual despojo de hilachas descuadradas. Las bandas que roban hierro, aluminio y cobre se llevaron las láminas y dejaron los cables, que se rizan en una ausencia libre de peso. Faltan muchas piezas, idas para siempre.

Se abre la lluvia. Es como el chaparrón de estreno de la Creación recién nacida. Las gotas bailan un redoble más y más fuerte en el techo del carro. Frente al Parque del Este hay una tranca. El tráfico no fluye y me aterro pensado que puede ser un pozo que tardará horas en bajar.

En eso sucede algo absurdo: los carros de la vía contraria se empiezan a elevar, se bambolean, ¡flotan! Como si fueran lanchas. Amenazan con rebasar el muro de división. Perfiles de tonos y edades diversos se distorsionan en las ventanillas. Un vehículo cae de este lado, seguido por los demás, y el agua empieza a meterse dentro de mi carro. La riada sucia nos alcanza a todos. Muchas personas se apean, luchando por abrirse paso con el agua a la cintura, y se suben a los techos. A la gente del otro lado no le da tiempo de salir y el agua sube y sube hasta que se transforma en una fuerza viva El miedo me hace trepar al pedestal de un poste de luz, desde donde veo mi carro irse con los demás. Es un torrente con personas y vehículos que dan vueltas, se amontonan unos sobre otros, giran en un caracol de metales, vidrios que se fracturan, gritos, caos. Cada uno escapa como puede. Algunos son aplastados por los vehículos. Otros quedaron atrapados dentro.

Pasa tan rápido como se inició. Un montón de carros en posiciones disparatadas, sedimentos de la ola, destrozados muchos, la mayoría golpeados, unos sobre otros, patas arriba, de lado. Tratan de sacar a las víctimas, halándolas, subidos a los techos o las puertas. El olor de las aguas negras es intolerable. La lluvia amaina y nos dispersamos por las zonas verdes cercanas. Náufragos de la ciudad impredecible, embarrados entre abrazos y llantos.

Llegan bomberos y policías. Alguien explica que se desbordó la quebrada que pasa por debajo de la autopista. Otro dice que las aseguradoras no reconocen desastres naturales. Muertos y heridos.

Ahora tampoco tengo carro.

jueves, 27 de septiembre de 2007

La vendedora de corbatas (Eduardo Jauralde)

Anabel ordenaba camisas. Unas camisas de lino crudo que costaban la hostia de caras. Ella nunca podría comprar una así para regalársela a su chico, entre otras cosas porque no lo tenía. Los tíos se echaban para atrás cuando ella se les arrimaba, como si fuera a devorarlos. Colocaba las prendas por tallas y colores en un carrusel, a la entrada de la tienda, casi cortando el paso a los clientes que llegaban. El idiota del dueño creía que poniéndolas así, tan a la vista, se venderían mejor.

Pasó un chaval por la acera de enfrente, a la sombra a aquella hora de la tarde. Pasó despacio y miró la puerta de la tienda abierta. Al otro lado de la puerta estaba ella. ¿Y a mí por qué me mirará ese tío?

Tres minutos más tarde (el tiempo que necesitó para ir hasta el final de la calle y regresar) lo volvió a ver pasar, obviamente en sentido contrario, hacia la plaza. Llegaba por el centro de la calle, a pleno sol. Anabel se fijó en su pelo, espeso, abundante. Tenía que ser superguay acariciar ese pelo. Seguramente se lo lavaba con algún champú vitaminado de los que anunciaban por televisión: cerró los ojos y vio el culo del tío bajo la ducha, envuelto en vapor. El anuncio decía el cabello. En la calle, el sol le arrancaba destellos azules, de un esplendor catódico.

Entró y se quedó parado nada más traspasar el umbral; como si le hubiera cegado la penumbra, pensó Anabel. Luego se fue derecho al renglón de las corbatas. Se quedó mirándolas sin decidirse a tocarlas.

Anabel dejó el tinglado de las camisas y se le acercó por detrás. Soy una pantera: lo voy a devorar. Imaginó varias posibilidades antes de darle el bocado definitivo, el mordisco en la nuca o en la yugular: acariciarle el pelo, rodearle la cintura con los brazos, pegar su vientre contra esas nalgas que había imaginado desnudas mientras se champuinaba el cabello. El idiota del dueño le tenía muy advertido que lo normal era saludar y luego ¿qué desea usted, caballero? Pero Anabel era rebelde: «Para qué va a ser», preguntó sin saludar. El chaval se volvió: «Para ponérmela, no querrás que me ahorque con ella, tía» A Anabel le entró una risa irrefrenable. «Que para qué ceremonia: boda, funeral, toma de posesión, examen, primera comunión ya no, ¿verdad? Según para donde vayas con ella yo te aconsejo cómo tiene que ser». Era para una entrevista profesional. Anabel rebuscó con las dos manos. «Ponte ésta. Da mucha personalidad. ¿Sabes hacerte el nudo?» No sabía. Era la primera vez. Anabel no se lo podía creer. «¿De verdad que es la primera vez? ¿Con ese pelo? Ven para el probador. Ya verás cómo yo te enseño».

jueves, 20 de septiembre de 2007

Amores virtuales (Javier Luque)

1

Clara sale de la piscina, sacude la cabeza, se acerca a la tumbona de teca y cubre su desnudez con el albornoz. Dentro de la casa, sentado, atento a la pantalla plana del ordenador, Braulio no le presta atención.

—¿Qué haces?

—Quedo con Enrique.

Braulio contesta distraído, sin dejar de teclear. Las letras se van dibujando en un rectángulo. Cada pocos renglones, él envía y espera a que un sordo pitido le anuncie la respuesta.

—¿No sería mejor por teléfono? No me fío de ese rollo del Messenger.

—Yo tampoco. Me llamará cuando esté llegando y yo iré a buscarlo.

—¿Adónde?

—Al bar de la gasolinera.

—¿Vendrá solo?

—Sí, no tiene pareja.

—¿Y le has creído?

—Parece sincero, pero tampoco me queda otro remedio.

—Prefiero las parejas.

Braulio piensa que ésa es la cantinela de siempre, pero no dice nada, se limita a mirar a Clara.

—¿Te parece mal?

—No, pero esto es lo que hay. Seguro que él está dispuesto a jugar a lo que tú quieras.

—Sí, siempre estáis dispuestos, para todas, y luego pasa lo que pasa.

Clara mira a un lugar indefinido, como si señalara. Su pelo chispea iluminado por el sol poniente. Braulio se vuelve hacía ella y se olvida del teclado y la pantalla. A los lejos, el mar es una inmensa llanura velada de bruma que nace en la misma superficie de la piscina. En la distancia, suena un claxon.

—Me gusta este sitio. —Braulio mira detrás de una Clara transparente—. Me va a doler marcharme.

—Tampoco a mí me apetece tanto cambio, qué le vamos a hacer.

—¿No te aburre?

Como respuesta, Clara se encoge de hombros, se gira y camina en dirección a la escalera que asciende desde un extremo del salón.

—Más te aburriría aguantar al jefe en la oficina cada día. O en la obra.

Clara ya ha subido dos o tres peldaños, y las palabras le llegan a Braulio como si fueran las de una lejana conciencia. Braulio la sigue con la mirada. Cuando ella desaparece en su ascenso, él se vuelve hacia la pantalla, que acaba de emitir un nuevo pitido.

2

—¿Enrique?

—Sí, imagino que tú eres Braulio.

—Encantado. —Se estrechan las manos—. Disculpa la duda, pero es que en la foto parecías distinto.

—¿Peor?

—No, sólo diferente.

—¿Quieres tomar algo o prefieres que nos vayamos ya?

—Me tomaré una cerveza.

Enrique levanta el brazo. El camarero se acerca con desgana. Sin decir nada, se para frente a ellos.

—Dos cervezas —pide después de apurar de un trago la que tenía a medias—. ¿Nos sentamos?

—Sí, mejor.

Los dos hombres se sientan a una de las pequeñas mesas, junto a la cristalera. Afuera, los coches repostan gasolina en un desfile disciplinado que no parece tener fin. Un poco más allá, las luces de las farolas iluminan los parterres que bordean la calle y los faros dibujan el ir y venir de los vehículos.

Braulio mira por la ventana. Una mujer joven desciende de un Audi. El empleado de la gasolinera se aproxima. Mientras ellos mismos se sirven el combustible, los demás clientes miran entre envidiosos y lascivos el cuerpo bien formado de la joven y los muslos que la minifalda deja a la vista. Todos son hombres.

—Bueno, tú dirás —dice Enrique.

El camarero se acerca y deja dos vasos y dos botellas de cerveza sobre la mesa, no se molesta en servir la bebida.

—Espero que no te importe, pero prefiero conocer personalmente a los contactos antes de ir a casa.

—No, no me disgusta; hay gente muy rara, te entiendo.

Braulio sirve las cervezas de ambos.

—¿Has tenido buen viaje?

—Sí, no son demasiados kilómetros y ya conocía la zona.

—¿Tienes mucha experiencia?

—¿En los viajes? —Enrique sonríe—. La verdad es que no, sólo otra vez; un matrimonio inglés que estaba de paso, de vacaciones. Un hombre solo lo tiene más complicado. ¿Y vosotros?

—Alguna, pero no te vayas a creer; somos muy selectivos. ¿A qué te dedicas?

Enrique duda, sin contestar, bebe un trago de cerveza.

—Disculpa, entiendo que quieras discreción; es que como me dijiste que viajabas mucho...

—Tengo negocios.

Ahora es Braulio el que bebe antes de preguntar.

—¿De verdad eres…? —Braulio mira a Enrique a los ojos, pero duda que palabra elegir.

—¿Bisexual...? Claro, ¿por qué iba a habértelo dicho si no? ¿Hay algún problema?

—No, no, al contrario, me gustas y no quiero hacerme ilusiones y que luego… Más de uno lo dice porque así le parece más fácil.

—¿Y qué hacen después?

Braulio no contesta. Da un nuevo trago y pregunta:

—¿Desde cuándo no tienes pareja?

—Hace bastante, un divorcio me pareció suficiente. Me he vuelto cómodo, no quiero compromisos y la liturgia de ligar me aburre. Al menos esto de Internet… Pero bueno, no creo que te apetezca malgastar el fin de semana convertido en mi paño de lágrimas.

Los dos hombres vierten en sus vasos la cerveza que resta en las botellas y beben en silencio.

—¿Has cenado? —pregunta Braulio.

—No, imaginé que os apetecería que tomásemos algo juntos.

—Clara tiene preparada cena. Se me olvidó avisarte y ya temía que tendrías que comer dos veces; ella no iba a consentir otra cosa. —Sonríe—. ¿Vamos?

Braulio se levanta de la silla.

—¿He pasado el examen?

Los dos ríen y se acercan de nuevo a la barra. Enrique se echa mano al bolsillo.

—Deja, ya pago yo, tú eres el invitado.

Braulio pone un billete de cinco euros sobre la barra, el camarero lo coge y se aleja en dirección a la registradora. Los dos hombres caminan hacia la puerta sin esperar el cambio. Afuera, el desfile en los surtidores continúa.

—¿Has traído coche? —pregunta Enrique.

—Sí, pero, si no te importa, lo dejo aquí y vamos en el tuyo, así no te pierdes. Ya lo recogeré cuando te vayas.

La noche es cálida, las estrellas denuncian un cielo despejado. Enrique encabeza la marcha, a los poco metros, activa el mando a distancia y las luces interiores de un BMW azul oscuro obedecen encendiéndose al tiempo que se desbloquean las puertas.

Los dos se suben en silencio. En el gesto de abrocharse el cinturón de seguridad, sus cabezas se acercan. Por un instante, ambos se contemplan iluminados por la lejana luz de las farolas. Se besan.

3

East of the sun and west of the moon. We'll build a dream house of love, dear

La voz de Diana Krall llega desde ambos extremos de la librería. Clara ha descendido por la escalera y busca con la mirada. Lleva un vestido de gasa sujeto por dos tiras a los hombros, más provocador que el cuerpo que apenas cubre.

La cabeza de Enrique aparece por encima del respaldo de uno de los sofás del salón. Mientras se pone en pie, mira a Clara y, azorado, se recompone el atuendo; se abrocha varios botones de la camisa blanca y se sacude el pantalón vaquero como si pretendiera planchar sus pliegues. Unos segundos después, es Braulio el que queda a la vista.

—Como tardabas… —dice mientras se abrocha el cinturón.

Clara no dice nada, se limita a acercarse a Enrique.

—Enrique, supongo. —Sonríe y le ofrece la mejilla.

Enrique la besa y ella con un movimiento rápido hace que, en lugar de la mejilla, él encuentre su boca.

—Hum, qué habrás estado comiendo… ¿No te irás a ruborizar?

Enrique la examina con detenimiento, casi con descaro, pero sin que su voluntad intervenga en lo que hace. Clara sonríe.

Los tres se aproximan a una mesa, ya colocada para la cena. En una hielera, se enfría una botella de cava. A su lado, un cuenco de caviar reposa sobre un lecho de hielo y una fuente con canapés completa las viandas.

—¿Os apetece que tomemos primero algo? De segundo he preparado un pastel frío de atún; así no tenía que andar pendiente de la cocina.

La cara de Clara compone una mueca pícara. Braulio descorcha la botella y sirve las copas.

—Por una noche inolvidable —dice Enrique al tiempo que levanta la copa.

Clara intercambia una mirada con Braulio y los dos se unen al brindis. Acompañados por la música de fondo y sin dejar de observarse, los tres comen y beben en silencio.

—¿Alguien me ayuda a traer el resto de la comida a la mesa?

Braulio hace ademán de levantarse, pero Enrique se le adelanta y pone una mano sobre su hombro.

—Deja, ya voy yo.

Clara camina delante y Enrique la sigue con los ojos clavados en el armonioso balanceo de las nalgas de la mujer. Cuando entran en la cocina, Clara se gira con rapidez y acorrala a Enrique contra la pared. Se besan, las manos de uno y otro buscan la intimidad del compañero con ansiedad. El vestido de Clara asciende por las piernas hasta delatar la ausencia de lencería bajo él. Enrique se agacha en busca de aquella piel morena carente de vello.

4

Clara sale de la piscina, sacude la cabeza y se acuesta a tomar el sol desnuda sobre una tumbona. Al fondo un velero se mece anclado en la pequeña ensenada. El jardín parece prolongarse en una densa pinada inabarcable y la piscina da la sensación de derramarse sobre el mar. Desde el interior de la casa, llega como un rumor la música de bandoneón de Oda para un hippie.

—¿Estás seguro de que nadie aparecerá de repente?

Clara habla sin mirar a Braulio que ha salido por las grandes correderas del salón y está de pie cerca de la tumbona. Va descalzo, el torso desnudo y viste unos tejanos blancos.

—Este sitio es magnífico —continúa ella— y no me apetece tener que mudarme a toda prisa, como la última vez; a escape y sin haber disfrutado a mi gusto de los favores de Enrique. Para una vez que me encuentras un buen amante…

—Yo no tuve la culpa.

—Ya, nunca la tienes.

—¿Cómo quieres que supiera que el tipo se la estaba pegando a su mujer?

—Pues tampoco es tan raro.

—Claro, y supongo que también tenía que adivinar que ella se iba a presentar en la casa.

—Querido, ella no se presentó en la casa, volvió a su casa después del trabajo. ¿Qué iba a hacer, mudarse para no causarnos problemas?

—El peligro forma parte del juego. Según tú, es la salsa de la vida; una cura contra el aburrimiento. Además, yo solucioné el problema, ¿no? Lo congelé.

Braulio sonríe para sí, divertido de su propio chiste. Clara sigue tumbada sin mirarle. Mientras ambos callan, Braulio observa el ritmo acompasado con que los pechos de ella ascienden y descienden con cada respiración.

—Y no me jodas, que fuiste tú quien le dejaste a Enrique ir a buscar el helado del postre.

—Sí, pero yo le dije que estaba en el congelador de la derecha e imaginaba que tú habías vuelto a cerrar el otro con llave.

—Anda, no te quejes. Por lo menos no me dirás que Enrique carecía de gusto; la casa es de las mejores que nos hemos trabajado.

Mientras habla, Braulio se agacha y acaricia con delicadeza un pezón de la mujer.

—Venga, Clara, no te enfades; sabré cómo compensarte.