miércoles, 20 de febrero de 2008

El sueño (Pilar Espinosa)

[1]

El sueño se había diluido con las primeras luces de la mañana, pero la sensación de ingravidez y ligereza continuó a lo largo de sus últimos días. No podría compartirlo con nadie, aunque eso poco la alteraba; la calma que le producía el haber rozado la libertad era más valiosa que cualquier deseo de confidencia.

[2]

Teresa no esperó a que sonara el despertador, miró de reojo a su marido, que dormía con las mandíbulas apretadas, y se levantó para disfrutar sin culpa de la soledad y del silencio. En la mesa de la cocina, con el aroma de café serenando el ambiente, volvió a las imágenes del sueño, mientras sentía un suave hormigueo en el estómago. Recordaba haber escuchado a otras mujeres, en conversaciones al azar, hablar de esa habilidad onírica, pero hasta la noche anterior ella jamás la había experimentado. Contuvo unos segundos el suspiro al tiempo que removía el azúcar, y, mientras echaba una mirada al orden, sintió un sobresalto al descubrir un vaso roto sobre el impoluto gres, se llevó las manos a la cara y tuvo que respirar hondo para que nada perturbara el rastro de paz que el sueño había dejado en su ánimo.

Sorbió el café con los ojos cerrados, pero ya no pudo impedir que la imagen del vaso interrumpiera su deseo de calma. Se levantó para eliminar el punto discordante que se había colado en la quietud de la mañana y caviló sobre las posibilidades del autor del episodio. Habría sido su hijo mayor, a quien escuchó volver a las tantas, como otras madrugadas, haciendo un ruido callado pero que a ella jamás se le escapaba. O su hijo pequeño, que se pasaba las noches colgado del ordenador. Tal vez su marido, siempre sediento y alterado.

Quiso retomar la sensación de ligereza, mas la realidad se impuso con la contundencia de un trueno y una nube oscura atravesó su frente. Sintió un cosquilleo húmedo en las manos y supo que estaba llorando. Ni hipo ni angustia, sólo desconsuelo y abatimiento.

Puso a buen recaudo las huellas del sueño y echó una mirada al reloj de pared. Comprobó que su tiempo de soledad estaba a punto de terminar; en unos minutos su marido se despertaría para volver a desaparecer, no sin antes exigir el café recién hecho o protestar porque la camisa azul no estaba colgada en la percha. Mientras se secaba los ojos con la punta de la bata le sobrevino la imagen de su madre lavando, planchando y almidonando los pañuelos blancos, con las iniciales bordadas en una esquina, que su padre tardaba dos segundos en volver a ensuciar con un ronquido brusco e imperioso. Y la tristeza, la tristeza cautiva de su madre la invadió con más violencia que si fuera propia.

Oyó el sonido de la ducha y corrió a preparar la segunda cafetera. A lo largo de la mañana, notó sorprendida, a pesar de la habitual agitación del mayor y del silencio acusador del pequeño, que ese día no era como los otros: el sueño, dedujo.

[3]

Cuando se quedó sola se afanó en las tareas cotidianas, como si le estuvieran midiendo el tiempo, y volvió a meterse en la cama, con ilusas pretensiones. Por su cabeza pasaron la compra, la plancha, los azulejos del baño. La tintorería. Recordó que debía ir a pagar una multa de tráfico del mayor y que el grifo del lavabo goteaba.

No le daría el tiempo para pintar la habitación del pequeño, llena de huellas de chinchetas y borrones de grafitis…

El pequeño: un extraño, asumió. Su embarazo ya fue un estorbo, una contrariedad, y para entonces a su marido le resultaba indiferente lo que sucediera. ¡Menos mal que no había sido una niña! –rectificó su deseo de hacía dieciséis años–. Pero este chico, que dormía con los ojos abiertos, que no quiso hablar hasta los cinco años y que siempre le echaba miradas redondas inundadas de reproche, la inquietaba: era capaz de atrapar con sus garras intangibles los sentimientos más lejanos, como si fueran roedores despavoridos, con la rapidez y el sigilo de las rapaces que llenaban las paredes de su cuarto.

Tampoco tendría tiempo de cambiar el colchón de la cama del mayor, advirtió Teresa mientras se subía el embozo hasta la frente.

Ni de creer, ni de anhelar; se dio la vuelta y se traspuso.

[4]

Franqueó los días siguientes con una calma nueva, lavando cortinas y congelando alimentos, y al quinto día volvió a soñar. Cuando todos se hubieron ido se duchó, se depiló piernas y axilas y se vistió para salir; pasó por el dormitorio de su hijo mayor, recompuso la colcha y se fue sin reparar en los detalles. Entró en la habitación de su hijo pequeño, se sentó en la cama y sostuvo la mirada fija de un autillo común. Sin intención y sin aliento escribió una nota para cada uno, que pegó en las puertas de sus cuartos:

Te disculpo

Te libero

y subió a la azotea a cumplir su sueño.

No hay comentarios: