jueves, 3 de abril de 2008

No busques y encontrarás (José R. Mejuto)

(Las letras mayúsculas que siguen a los puntos componen un divertido juego con el título del relato. Las palabras entrecomilladas fueron impuestas al autor por sus compañeros del taller literario 27etras. La utilización es talento del autor).

Nieva. Oscar se abrazaba a sí mismo para soportar el frío pero se da un calor insuficiente, no lo soporta y «bizquear»; se siente ridículo. Baja la cabeza y la introduce entre el cuello del abrigo de «franela» como una tortuga asustadiza. Une y aprieta con fuerza los dedos de sus manos dando la sensación de que los quiere «descorchar». Sabe que sería absurdo luchar. ¿Qué podría hacer? Un día de helada, un mal día, no elegí bien, piensa. Enciende con dificultad un cigarrillo. Succiona con fuerza y consigue que el brillo rojo adquiera un tono mayor, más vivo. ¿Y ahora? Espera. No puede hacer otra cosa. Cuenta los minutos y fuma. Oscurece. No vale con que la nieve inunde todo y haga un frío horrible, tiene que hacerse de noche. Tentado de irse, se «decanta» por aguantar y comienza a mover las piernas como en un baile lento y saltarín. Rara vez se ha visto en tal situación. Antes de decidirse, de tomar el camino que lo ha llevado hasta donde ahora está, lo pensó con calma. Rara que es la vida. Absurda, más bien. Sigue dándole vueltas en la cabeza como una batidora llena de ideas irracionales. Nadie espera su reacción. Oscurece, el cielo cambia de tono como si lo pintaran con «rotulador». Busca en el bolsillo y aprieta con fuerza la «lezna». Una primera opción le hizo pensar en la «pistola» pero le pareció demasiado fácil. «Soliviantar» a Leo no lo llevaría a nada. Quiere dar por finalizada la discusión comenzada hace unos días en el «catamarán». Un sencillo propósito. En realidad no sabe cómo reaccionará. Sólo una vez se han enfrentado con dureza. Y ya quedó palpable su «cinismo» y quién era el «tenedor» de una falsa moral. En está ocasión pondrá él el punto y final. No le dará opción a réplica. Camina, se mueve, da pequeños pasos para hacer la espera y el frío más soportables. Oye algo, un «arpegio» de sonidos metálicos le llega difuminado. Nota los golpes del corazón por primera vez en la noche. Tiene que ir a su encuentro, a por él. Recapacitar ahora sería absurdo. Anda, se acerca al coche que maniobra para aparcar. Reza mentalmente mientras camina. Avanza hacia el vehículo con lentitud, alarga el momento, el adiós. Sabe que le costará encontrar «recambio» a la amistad de Leo. No duda o por lo menos eso quiere pensar. Observa el coche, ya con el motor apagado, en la puerta del «tanatorio» donde Leo va a visitar a su padre. Busca en el bolsillo el arma improvisada cuando está a escasos centímetros. Urge rapidez, alargarlo sería un error. Siente la extrañeza de Leo cuando lo reconoce y baja la ventanilla del vehículo.

—¿Qué quieres? —pregunta con desgana desde el interior.

—Una cosa muy simple —contesta—. Esto es para ti, nuestra amistad se acabó.

Sonríe mientras alarga la mano y entrega la lezna que le había prestado.

miércoles, 20 de febrero de 2008

El sueño (Pilar Espinosa)

[1]

El sueño se había diluido con las primeras luces de la mañana, pero la sensación de ingravidez y ligereza continuó a lo largo de sus últimos días. No podría compartirlo con nadie, aunque eso poco la alteraba; la calma que le producía el haber rozado la libertad era más valiosa que cualquier deseo de confidencia.

[2]

Teresa no esperó a que sonara el despertador, miró de reojo a su marido, que dormía con las mandíbulas apretadas, y se levantó para disfrutar sin culpa de la soledad y del silencio. En la mesa de la cocina, con el aroma de café serenando el ambiente, volvió a las imágenes del sueño, mientras sentía un suave hormigueo en el estómago. Recordaba haber escuchado a otras mujeres, en conversaciones al azar, hablar de esa habilidad onírica, pero hasta la noche anterior ella jamás la había experimentado. Contuvo unos segundos el suspiro al tiempo que removía el azúcar, y, mientras echaba una mirada al orden, sintió un sobresalto al descubrir un vaso roto sobre el impoluto gres, se llevó las manos a la cara y tuvo que respirar hondo para que nada perturbara el rastro de paz que el sueño había dejado en su ánimo.

Sorbió el café con los ojos cerrados, pero ya no pudo impedir que la imagen del vaso interrumpiera su deseo de calma. Se levantó para eliminar el punto discordante que se había colado en la quietud de la mañana y caviló sobre las posibilidades del autor del episodio. Habría sido su hijo mayor, a quien escuchó volver a las tantas, como otras madrugadas, haciendo un ruido callado pero que a ella jamás se le escapaba. O su hijo pequeño, que se pasaba las noches colgado del ordenador. Tal vez su marido, siempre sediento y alterado.

Quiso retomar la sensación de ligereza, mas la realidad se impuso con la contundencia de un trueno y una nube oscura atravesó su frente. Sintió un cosquilleo húmedo en las manos y supo que estaba llorando. Ni hipo ni angustia, sólo desconsuelo y abatimiento.

Puso a buen recaudo las huellas del sueño y echó una mirada al reloj de pared. Comprobó que su tiempo de soledad estaba a punto de terminar; en unos minutos su marido se despertaría para volver a desaparecer, no sin antes exigir el café recién hecho o protestar porque la camisa azul no estaba colgada en la percha. Mientras se secaba los ojos con la punta de la bata le sobrevino la imagen de su madre lavando, planchando y almidonando los pañuelos blancos, con las iniciales bordadas en una esquina, que su padre tardaba dos segundos en volver a ensuciar con un ronquido brusco e imperioso. Y la tristeza, la tristeza cautiva de su madre la invadió con más violencia que si fuera propia.

Oyó el sonido de la ducha y corrió a preparar la segunda cafetera. A lo largo de la mañana, notó sorprendida, a pesar de la habitual agitación del mayor y del silencio acusador del pequeño, que ese día no era como los otros: el sueño, dedujo.

[3]

Cuando se quedó sola se afanó en las tareas cotidianas, como si le estuvieran midiendo el tiempo, y volvió a meterse en la cama, con ilusas pretensiones. Por su cabeza pasaron la compra, la plancha, los azulejos del baño. La tintorería. Recordó que debía ir a pagar una multa de tráfico del mayor y que el grifo del lavabo goteaba.

No le daría el tiempo para pintar la habitación del pequeño, llena de huellas de chinchetas y borrones de grafitis…

El pequeño: un extraño, asumió. Su embarazo ya fue un estorbo, una contrariedad, y para entonces a su marido le resultaba indiferente lo que sucediera. ¡Menos mal que no había sido una niña! –rectificó su deseo de hacía dieciséis años–. Pero este chico, que dormía con los ojos abiertos, que no quiso hablar hasta los cinco años y que siempre le echaba miradas redondas inundadas de reproche, la inquietaba: era capaz de atrapar con sus garras intangibles los sentimientos más lejanos, como si fueran roedores despavoridos, con la rapidez y el sigilo de las rapaces que llenaban las paredes de su cuarto.

Tampoco tendría tiempo de cambiar el colchón de la cama del mayor, advirtió Teresa mientras se subía el embozo hasta la frente.

Ni de creer, ni de anhelar; se dio la vuelta y se traspuso.

[4]

Franqueó los días siguientes con una calma nueva, lavando cortinas y congelando alimentos, y al quinto día volvió a soñar. Cuando todos se hubieron ido se duchó, se depiló piernas y axilas y se vistió para salir; pasó por el dormitorio de su hijo mayor, recompuso la colcha y se fue sin reparar en los detalles. Entró en la habitación de su hijo pequeño, se sentó en la cama y sostuvo la mirada fija de un autillo común. Sin intención y sin aliento escribió una nota para cada uno, que pegó en las puertas de sus cuartos:

Te disculpo

Te libero

y subió a la azotea a cumplir su sueño.

sábado, 19 de enero de 2008

El último tren (Eduardo Jauralde)

¿Qué hace Gloria ahora? ¿La ves?,

¡claro que la veo! Ahora Gloria sale de casa, cierra la puerta con cuidado, para no sobresaltar las conciencias de los vecinos chismosos ni despertar al falso ángel de la guarda que aguarda y sueña con segar su vida: un tobillo torcido, una caída, una cadera rota, o mejor, un dolor agudo entre los pechos,

¡ay!, ¡los pechos de Gloria!, crecieron, se hicieron adultos sin ellos saberlo, y ahora pasan por la vida con más pena que gloria, con mucho más recato que arrebato, siempre sumisa ella a los manuales de uso para almas bien nacidas: manténganse alejados de la luz del sol, ocultos a miradas ajenas, fuera del alcance de manos advenedizas, de ávidos labios, de lascivos dientes. A veces...,

¿no iremos a revelar un secreto de confesión?,

sí, pero no importa, nadie nos oye aquí, y el lector es discreto; a veces la yema del dedo corazón resbala desde el cuello hasta el melancólico pezón oscuro, y luego, mientras sus manos se pierden en el desierto blanco de las sábanas, buscando quién sabe qué imposibles oasis, Gloria siente ganas de llorar,

la melancolía es la nostalgia por lo desconocido, la peor de las tristezas, la que más nos duele,

pero hoy Gloria no parece triste ni melancólica, se detiene un instante en el descansillo para guardar el llavín y comprobar el contenido de su bolso, aunque nosotros sabemos que no comprueba nada: son los nervios, la ansiedad, luego, cuando se cierren las puertas del ascensor, quedará flotando en la penumbra de las escaleras el resplandor de sus cabellos perfumados...,

¿resplandor?, ¿cabellos perfumados?, no hagamos literatura barata. El pelo, lo lleva corto, media melena sin colorantes ni perfumes artificiales. Lo que nos deslumbró fue la luz de su sonrisa... y tú, caminando, lo iluminas todo...

es verdad, podríamos decir, poniéndonos un poco cursis, que a Gloria la envuelve un halo de alegría: canturrea sin palabras, sonríe al pensar que una tarde podría perder la llave del piso, adrede, para forzar el destino, para quemar las naves, para derribar puertas y romper cadenas,

pero no se atreverá a tanto,

Dios dirá,

Dios nunca dice nada y al final sólo nos queda su silencio, el silencio de Dios, una puerta cerrada, una casa vacía... ¿nos metemos adentro, ahora que ella no está?,

sí, entremos. En casa de Gloria encontramos flores secas a la entrada, en el jarrón de porcelana de Talavera, justo debajo de las aburridas barbas de un San Jerónimo de tinta china que ocupa media pared y que, desde allí, medita con el ceño fruncido. Cristal y marco dorado. Al final del pasillo, Gloria ha dejado entornada la puerta de su cuarto: la cama con la colcha de ganchillo, sin una arruga, el crucifijo de marfil en la pared, el temblor de los visillos en la ventana, seguramente no cierra bien y un tenue soplo de aire se cuela por la rendija,

¿y ese olor?,

Gloria; huele a Gloria, el olor acompaña siempre a las personas, impregna su entorno, envejece con ellas, ¿qué diríamos?

Polvos de talco, té de hierbas, vino dulce de Jerez, Licor del Polo, toallas de algodón, rosario de cuentas de sándalo con bendición papal,

y entre las páginas de ese devocionario antiguo, cerrado sobre la mesilla de noche, hojas y lágrimas,

lágrimas secas entre piadosas páginas, lágrimas como hojas muertas de otoño que cayeron entre las plegarias y las jaculatorias.

Nos acercamos a la ventana y miramos sin descorrer los visillos, estamos en un tercer piso y vemos una calle ancha con árboles de ramas otoñales, bancos de madera, un quiosco de prensa, una parada de autobuses, con anuncios de whisky y de lencería en los paneles de la marquesina; quizás aquel bulto impreciso, al costado, sea un mendigo, pero no se distingue bien, seguramente no es más que un revoltijo de trapos y cartones viejos, pues la gente no le presta atención; el cielo es de un gris muy pálido: una campana de cristal opaco que Dios posó sobre la ciudad para olvidarse del fragor insoportable de los autos, del veneno de los tubos de escape, del frío de los corazones indiferentes,

Gloria bajó hace mucho ya y no podemos verla,

sí que podemos, somos dueños del tiempo, la vida obedece al compás que nosotros le marcamos con nuestras palabras, sigue el ritmo de nuestros pasos; se detiene cuando nos detenemos, echa andar cuando abrimos los ojos. Gloria sale de la oscuridad del portal a la estrepitosa claridad del día y de las calles, respira como si bebiera, a pequeños sorbos para no atosigarse; desde aquí podemos observar cómo el aire la penetra, acaricia sus delicadas membranas internas, el forro suave de su laringe, los alvéolos sonrosados de sus pulmones,

antes Gloria estaba acostumbrada a respirar el aire viciado de las antesalas del cielo: el humo con sabor a incienso de las sacristías, el aliento turbio de los confesionarios, el vaho de las oficinas del Auxilio Social con el suelo salpicado de flemas de tuberculoso,

ahora, cuando ve a Ramiro avanzar hacia ella, apuesto y seguro de sí, se le acelera la respiración, no lo puede remediar, y le laten las venitas de las sienes. Se saludan, desde aquí no distinguimos si el beso es en la mejilla o si él le roza fugazmente los labios, que ella lleva sin pintar, sólo un toque de pomada hidratante para darles un brillo con sabor a cacao y vainilla. Gloria apoya la mano en el brazo de él y echan a andar los dos hacia el final de la calle, se paran frente a un escaparate, pegan la nariz a la luna como niños delante de una pastelería, vuelven a caminar calle arriba hacia la estación del metro,

¿los seguimos?

no, para qué, mejor los dejamos ir, Gloria nos vuelve la espalda mientras se aleja, y notamos algo conmovedor en su modo de andar, en la fluidez impalpable de su silueta, en esa forma suya de apoyarse en el brazo del hombre que camina a su lado,

ahora la vida no tiene precio,

si no se nos ocurre nada más original, mejor nos callamos, nos quedamos aquí y esperamos a que Gloria vuelva,

al lector se le va a hacer muy larga la espera,

le sentamos en la salita de la televisión, en el sofá vestido de cretona estampada, y le dejamos curiosear. Poco espacio libre en las paredes, abrumadas de cuadros o de fotografías: acuarelas de aficionado, bodas de hermanas o de hermanos, pequeños óleos de oscuros paisajes borrascosos, una bendición papal con indulgencia plenaria, la orla de cuando sacó el título de una profesión que nunca llegó a ejercer, el retrato de los padres que ella, por ser la hermana soltera, acompañó hasta la muerte; encima del televisor, en madera de olivo, una gacela amamantando a su cervatillo, el mando a distancia no funciona, debe de tener gastadas las pilas y Gloria ni se ha preocupado de cambiarlas; si el lector se impacienta charlamos un rato con él, le contamos que el hombre que espera a Gloria en la calle, sin subir ni llamar al timbre desde abajo, Ramiro; es un poquitín mayor que ella, debe de andar por los setenta y tantos años, poco más o menos; viudo, sí, su mujer falleció tras una larga y penosa enfermedad, como se suele decir. Va a hacer seis meses que Gloria y él son novios,

¿novios de casarse?,

novios de quererse. Amor nuevo, vida nueva. Gloria descubre otro mundo, descubre el mundo con los ojos de Ramiro,

al lector le va a parecer una cursilería que digamos eso, el lector espera a lo mejor que le demos detalles escabrosos, crudos, no que le tengamos aquí durante horas... mira que si Gloria no vuelve, o si sube con Ramiro y nos lo quiere presentar,

no se lo ha presentado a sus hermanos, ni a nadie de la familia...

por miedo al ridículo, ¿verdad?, sabios consejos, exclamaciones de asombro: ¡a tus años, Gloria! y dices que él es mayor que tú, ¡no me lo puedo creer!, ¿cómo os conocisteis, ¿en la parroquia?, y Ramiro quiere que te vayas a vivir con él, por Dios, qué cosas ...

sabemos que Gloria no se atreverá a dar ese paso, no se atreverá nunca, porque el paso no es paso sino salto mortal, una pirueta al borde del abismo; a Gloria, ni con la red del matrimonio se le quitaría el vértigo, el miedo a la caída,

de todas formas Ramiro no quiere, de ninguna manera quiere, dice que a sus años no necesitan ni curas ni papeles, que ya son mayores para andarse con esas tonterías, ¿nos acercamos a la ventana a ver si Gloria vuelve?,

de acuerdo. La calle está iluminada: las farolas, los escaparates de las tiendas, los autos con sus luces blancas, rojas, amarillas; el cielo, sin embargo, está muy oscuro, sin estrellas, y los árboles parecen formar un bosque dormido. Un taxi se detiene abajo, no podemos distinguir si Ramiro está dentro cuando se abre la portezuela,

y baja Gloria; se mete en el portal sin mirar la lucecita del taxi que se aleja y nos quedamos sin saber si se ha puesto verde o si sigue con el piloto rojo de ocupado. No importa, no somos detectives sino testigos conmovidos de una historia de amor que tiene sus sombras como todas las historias de amor; llega cansada, se ha notado hasta en el ruido que hizo la llave en la cerradura, se deja caer en una de las dos butacas, se quita los zapatos, se frota los pies por encima de las medias con una mano, mientras que en el puño cerrado de la otra aprieta la llave con la que abrió la puerta hace unos instantes,

no se atrevió a perderla, a decirle a Ramiro: no puedo volver a casa, no encuentro la llave, se me habrá caído cuando saqué el pañuelo porque me emocioné con la película, o cuando busqué el monedero para darle la propina a la chica del vestuario porque tú no llevabas suelto; pobre Gloria, necesita un falso pretexto, una ingenua coartada infantil, le parece una grosería imperdonable mirar a Ramiro a los ojos y decir: hoy vamos a dormir a tu casa y luego me quedó ya contigo para siempre; qué dirá mi familia, qué va a pensar su esposa muerta de mi desfachatez, cómo me va a dar la absolución el cura de la parroquia cuando se lo confiese, y...

recorre descalza el pasillo, sin encender las luces; una vez en la habitación, iluminada sólo por la claridad que entra por la ventana, se desnuda frente al espejo, va quitándose las prendas como quien levanta la sábana que cubre un cadáver; en la penumbra contempla la sombra de ese cuerpo envejecido, el reflejo de ese cuerpo que nunca recorrerán las manos de un hombre enamorado. Y lo hace con la expresión de quien mira desde el andén el último tren que se aleja, mientras la noche...